Hegel y la revoluci�n
Hegel and the revolution
Gabriel Leiva Rubio
1 - Universidad de Barcelona, Barcelona, Espa�a
1. Email: [email protected] ORCID: https://orcid.org/0000-0002-7445-9119
Recibido: 07/07/2022 Aceptado: 01/09/2022
C�mo Citar: Leiva Rubio, G. (2022). Hegel y la revoluci�n. Dialektika: Revista De Investigaci�n Filos�fica Y Teor�a Social, 4(11), 10-26. https://doi.org/10.51528/dk.vol4.id83
Resumen
El objetivo de este ensayo es discutir la posibilidad de realizaci�n que tiene el concepto de revoluci�n en el interior de la Filosof�a del derecho hegeliana. Para ello, se toman antes en consideraci�n algunas determinaciones que, sobre el concepto a tratar, realizan Kant y Arendt respectivamente. Habiendo clarificado algunos aspectos destacados del concepto a partir de Kant y Arendt, se pasa a analizar si es posible o no asumir las determinaciones que Hegel (y los autores antes mencionados) detecta en el concepto escogido a fin de precisar su posible incorporaci�n en el movimiento dial�ctico que describe al esp�ritu objetivo.
Palabras clave: Kant, Arendt, Revoluci�n, Hegel, Filosof�a del derecho, Sittlichkeit
Abstract
This essay aims to discuss the possibility of the realization of the concept of revolution within the Hegelian philosophy of right. For this purpose, we first consider some determinations that Kant and Arendt, respectively, make on the concept to be discussed. Having clarified some outstanding aspects of the concept based on Kant and Arendt, the next step is to analyze whether it is possible to assume the determinations that Hegel (and the authors above) detects in the chosen concept to specify its potential incorporation into the dialectical movement that describes the objective spirit.
Keywords: Kant, Arendt, Revolution, Hegel, Philosophy of Right, Sittlichkeit.
Introducci�n
�No importa cuantos vasos de vino prohibido bebamos,
nos llevaremos esta sed rabiosa a la eternidad.�
Proverbio suf�
Quiz�s este primer aforismo no remita directamente al problema a tratar aqu�. Pues si su sola intenci�n fuese remarcar que las ansias de lo prohibido (enti�ndase por ello lo ilegal, lo inmoral, lo no normado en un estado de cosas determinado) responde a un inevitable fundamento que atraviesa a los hombres desde que tienen memoria, ser�a, cuanto menos, una simplificaci�n de esta apotema que de nada servir�a para los objetivos de este trabajo. Y no es que esta interpretaci�n sea inv�lida, sino que, por el contrario, su verdad se afirma y se niega a la vez en su propia simpleza, es decir, su facticidad se refuta y afirma simult�neamente en la medida en que a�n est� sin conjugar, sin relacionar con un algo determinado. Es bastante probable que ah� radique la aut�ntica diferencia del proverbio como manifestaci�n del imaginario cultural, en esa necesidad de inscripci�n en una l�gica universal de valores que, como una moral uniforme, arropa en su centro a lo humano y le otorga ese car�cter de totalidad. No obstante, para este ensayo quisiera tomar al proverbio suf� bajo la forma de una conjugaci�n relacional, en tanto que deseo otorgarle particularidad y enfrentarlo a esa totalidad que aspira. �C�mo? Pues hablando del concepto de revoluci�n. �O no ha sido este concepto una suerte de manzana atorada en la garganta de lo pol�tico, y de cualquier esfera social, durante siglos? �No representan acaso las revoluciones un tipo de doblez profundo, �nico y cuasi definitivo, en ese lienzo agujereado que es la historia de la humanidad? �No son acaso los revolucionarios una expresi�n clar�sima de ese fundamento subversivo al que hace alusi�n el proverbio suf�?
A fin de cuentas, creo que hay una pregunta fundamental que yace oculta en el paisaje de las revoluciones. Y es ah�, a ese rec�ndito lugar, a ese parad�jico escondite, donde este texto se dirige: a la pregunta que hay tras toda revoluci�n, o, mejor dicho, a la pregunta: �qu� es en s� misma toda revoluci�n? Pues creo que necesariamente habr�a que convenir en que una vez acontecida toda revoluci�n, no queda en su lugar sino un compuesto, un compuesto que ya es un orden, un orden que ya es un resultado, una respuesta; mientras que las revoluciones siguen ah�, en su perpetuo estado de ebullici�n, siendo esa pregunta sorda, que, como gritos de p�jaros infinitos, repican (y repicar�n) en las cavernas de la historia y no escuchar�n de vuelta sino el eco sordo de su no contestaci�n.
�Acaso no es necesario ya que la revoluci�n se cuestione a s� misma? �No es este el principio de una verdadera revoluci�n?
Resulta b�sico, antes de hablar de nada, aclarar ciertos t�rminos. Ese geniecillo irreverente que fue Voltaire dec�a, y no sin raz�n, que las discusiones sin sentido tienen lugar cuando no han quedado aclarados antes los t�rminos sobre los que se discute. De ah� que no solo sea vital translucir el concepto escogido para discutir aqu� (revoluci�n) sino que, adem�s, resulte necesario antes, desplegar el itinerario trazado para la discusi�n. De tal manera, para desplegar y explicitar el concepto de revoluci�n (sin aspirar a agotar todas sus determinaciones, cosa que resulta imposible para un ensayo de estas dimensiones) es pertinente, en primer lugar, dedicar un tiempo a algunas consideraciones kantianas sobre el t�rmino, no solo de cara a entender como el germen del idealismo alem�n tra�a a colaci�n esta cuesti�n, sino por ser Kant un testigo del �proceso revolucionario� (revoluci�n francesa) y un referente cardinal de Hegel para pensar la revoluci�n.
�Tambi�n resulta interesante para la discusi�n del concepto de revoluci�n algunas ideas que aparecen en el ensayo de Hannah Arendt Sobre la revoluci�n; no solo porque en este texto el concepto quede capturado desde su dimensi�n geneal�gica de manera magistral, sino porque la discusi�n de Arendt sobre el concepto de revoluci�n es tambi�n una reflexi�n sobre las propias condiciones de posibilidad de su realizaci�n, es decir, desde un punto de vista kantiano, Sobre la revoluci�n podr�a ser visto como una cr�tica al concepto en cuesti�n. Una vez discutidas y explicitadas algunas claves de lectura de este concepto (revoluci�n) a partir de Kant y de Arendt, se pasar�a entonces a discutir la posibilidad de realizaci�n que tiene este concepto hacia el interior de la filosof�a hegeliana. Pero �por qu� tomar a Hegel para discutir el concepto de revoluci�n? Pues, creo que la manera m�s sincera de responder a esta pregunta ser�a afirmando que Hegel ser�a una suerte de justificaci�n, un tipo de medio ideal para llegar a un fin. Y �cu�l ser�a este fin? Pues el de constatar si este concepto puede articularse o no en el terreno de lo l�gico-pol�tico, lo mismo como superaci�n de lo dado, que, como mediaci�n l�gica; sin que esto suponga, en s� mismo, un contrasentido. Dejando aclarado este objetivo del trabajo ser�a mucho m�s evidente, quiz�s, el por qu� acercarse a Hegel y comprobar desde este autor la verosimilitud l�gica e hist�rica de la revoluci�n. Pues pocos autores han dedicado m�s esfuerzo que Hegel a la hora de pensar a la mediaci�n como el devenir l�gico entre conceptos, lo que hace de �l un autor fundamental para decidir si un concepto puede o no emerger de forma org�nica en relaci�n con un recorrido l�gico e hist�rico determinado. En resumen: Kant y Arendt clarificar�an el concepto y Hegel aportar�a las bases l�gico-especulativos para situarlo.
Es poco probable que existan conceptos menos complejos que el de revoluci�n. Naturalmente cuando se piensa en este vocablo afloran sin�nimos al rescate: cambio, vuelta, giro, subversi�n, rotaci�n, rebeli�n. Pero lo cierto es que el concepto parece no quedar agotado en estas determinaciones. La enorme carga sem�ntica que este sustantivo tuvo -y tiene- parece arrancar de ra�z la posibilidad de verlo reducido a una definici�n de car�cter universal. Tomar bajo las mismas premisas a hechos tan dispares como las leyes de la mec�nica cl�sica de Newton, la toma del palacio de invierno o la fabricaci�n del primer autom�vil suena, en principio, como algo descabellado. Pues si todas son expresiones vivas de revoluciones, no por ello agotan en s� la totalidad del concepto. Y es que, a diferencia de otros vocablos, el que nos ocupa ahora, m�s que ser identificado por un ser, ha de ser reconocido por una historia. Quiz�s Ortega y Gasset cuando anunciaba aquello de las cosas no tienen un ser sino una historia no hac�a sino brindarnos un m�todo para radiografiar este tipo de conceptos escurridizos (Hegel, 2009, p. 112).
La cuesti�n de la revoluci�n en Hegel es un asunto bastante estudiado. No solo por la �atractiva� potencia intelectual que tiene este concepto en s� mismo y para todo el idealismo alem�n, sino por las indistintas pol�micas que suscitar�a este mismo concepto, luego de la muerte del propio Hegel. No obstante, es importante tener en cuenta que hablar de revoluci�n en Hegel, al menos a partir del propio Hegel, es, sobre todo, hablar de la revoluci�n francesa. Desde Kant hasta Hegel, la remembranza de este hecho es un motivo recurrente. Si bien esto es as�, es importante tambi�n acotar que para el fil�sofo de K�nigsberg este evento tiene lugar a sus 65 a�os, lo que supone, en buena medida, que el an�lisis de este suceso est� sesgado por un pensamiento ya formado y desarrollado, mientras que para el de Stuttgart, la revoluci�n francesa tiene lugar cuando este solo ten�a 19 a�os. Estas distancias circunstanciales suponen un par de diferencias fundamentales con Kant relativas a su relaci�n con la revoluci�n francesa: la primera, es que Hegel recibe a la revoluci�n bajo el �desmedido� entusiasmo que provoca lo novedoso en la juventud; y la segunda, es que este suceso marcar� una importante impronta en toda la producci�n hegeliana por venir.[1] De estas dos fundamentales diferencias que existen entre Hegel y Kant cuando de entender el acontecimiento que fue la revoluci�n francesa se trata, se han derivado lecturas e interpretaciones contempor�neas de todo tipo.
Ahora, si hubiese que escoger un texto para explicar buena parte de las discusiones contempor�neas sobre el concepto de revoluci�n en Hegel, probablemente habr�a que pensar en Hegel y la revoluci�n francesa de Joachim Ritter. En este ensayo puede resumirse en una frase con la Ritter concluye sin miramientos: �No existe otra filosof�a que, como la de Hegel, sea una filosof�a de la Revoluci�n� (Ritter, 1972, p. 192). Esta afirmaci�n, desde luego, y esto lo sab�a Ritter, supon�a revivir un trauma del pasado. A saber, las respectivas discusiones que se libraron entre lo que se conoce como la izquierda y la derecha hegeliana. Si bien por los objetivos de este ensayo se hace imposible recrear y discutir cr�ticamente las heterog�neos puntos de vista de uno y otro bando, s� es fundamental recordar que los distintos argumentos tanto de la izquierda como de la derecha, estaban abocados a comprender, en buena medida, si la filosof�a hegeliana era una suerte de ��til� para legitimar el statu quo alem�n (derecha), o si esta misma filosof�a, en cambio, lo que hac�a era demostrar que la superaci�n del estado de cosas era una condici�n necesaria del devenir espiritual de la historia (izquierda). Lo que si resulta evidente despu�s de la publicaci�n de este ensayo de Ritter es que la pol�mica, un siglo despu�s, todav�a estaba viva. La revoluci�n y Hegel segu�an siendo fruto de dis�miles puntos de vista. Incluso luego de Hegel y la revoluci�n francesa de Ritter, autores como Eric Weil o J�rgen Habermas ver�an en la filosof�a hegeliana -siempre a partir de la visi�n ritteriana- una suerte de �filosof�a de la revoluci�n�[2]. No obstante, es importante, antes de entrar a considerar si ciertamente la filosof�a de Hegel es una filosof�a de la revoluci�n o no, discutir brevemente un par de precedentes fundamentales para contrastar las distintas opiniones que sostiene Hegel sobre la revoluci�n en sentido general, y sobre la revoluci�n francesa en particular: Kant y Arendt.
1. Consideraciones previas sobre la Revoluci�n en Kant y Arendt
1.1. Kant en torno a la revoluci�n.
No son pocos los apuntes donde Kant, directa o indirectamente, plantea el asunto de la revoluci�n. Por ejemplo, en su Antropolog�a, se�ala:
Contra la suprema autoridad legisladora del Estado no hay resistencia leg�tima del pueblo; porque s�lo la sumisi�n a su voluntad universalmente legisladora posibilita un estado jur�dico; por tanto, no hay ning�n derecho de sedici�n (seditio), aun menos de rebeli�n (rebelio), ni mucho menos existe el derecho de atentar contra su persona, incluso contra su vida (monarchomachismus sub specie tyrannicidii), como persona individual (monarca), so pretexto de abuso de poder (tyrannis)(pp. 151-152).
Con este solo comentario, Kant anula, en un primer momento, cualquier posibilidad de sedici�n, sublevaci�n o insurgencia contra el estado; y en un segundo momento, cualquier tipo de acci�n violenta contra el monarca o contra la representaci�n del poder gubernamental. Si bien Kant no menciona expl�citamente el t�rmino revoluci�n en el fragmento anteriormente citado, es bastante evidente que esa resistencia del pueblo contra el poder remite en m�s de un sentido a las revoluciones. Este argumento kantiano se encuentra sostenido en el prurito de conservar la propia l�gica de su discurso en relaci�n con la naturaleza del estado. Es decir, si el estado es la legislaci�n suprema por constituci�n, cualquier oposici�n de resistencia a ella (pac�fica o violenta) constituir�a una suerte de contradicci�n. Pues para que la revoluci�n y sus hacedores le hicieran resistencia a un poder leg�timo, ��tendr�a que haber una ley p�blica que autorizara esta resistencia del pueblo; es decir, que la legislaci�n suprema contendr�a en s� misma la determinaci�n de no ser la suprema y de convertir al pueblo como s�bdito, en uno y el mismo juicio, en soberano de aquel al que est� sometido; lo cual es contradictorio� (Kant, 1991, p.152). Desde luego que siguiendo esta misma l�gica la revoluci�n no tendr�a cabida. Pero a�n falta por verse si la revoluci�n, como resistencia al poder, ser�a leg�tima en la medida en que ese poder no lo sea.
Habr�a que ser muy poco conocedor de Kant para postular que este validar�a una tiran�a o un estado ileg�timo. El problema fundamental para Kant est� en que el poder leg�timo no se concentra en una persona, o en un estado, sino en esa voluntad universalmente legisladora que hace viable la permanencia de un estado que garantice las libertades. Kant quiere cuidar la formalidad de las leyes como elemento vinculante, como signo evidente del progreso hist�rico del derecho. No obstante, Kant, se sinti� entusiasmado por la revoluci�n francesa. Pero �c�mo es posible esto siendo precisamente la revoluci�n francesa un ejemplo claro de la misma resistencia del pueblo que �l condena? Pues es precisamente el enfoque que hace Kant de la revoluci�n francesa lo que le evita caer en una contradicci�n. El aspecto distintivo y determinante del suceso revolucionario de 1789 que Kant quiere destacar queda perfectamente resumido por Foucault (1984) cuando indica:
Lo que constituye el acontecimiento de valor rememorativo, demostrativo y pron�stico no es el drama revolucionario en s� mismo, no son las explosiones revolucionarias, ni la gesticulaci�n que la acompa�a. Lo que es significativo, es la manera en que la revoluci�n se hace espect�culo, es la manera en que ella es recibida en todas partes por los espectadores, que no participan en ella, pero que la miran, que asisten a ella y que, m�s o en menos se dejan llevar por ella (p.185).[3]
En �ltima instancia, el valor de la revoluci�n para Kant pertenece a la esfera p�blica, a ese entusiasmo de las masas y su respectivo correlato en el aspecto racional de la cosa p�blica. Para Kant, la cuesti�n est� en saber si los hechos revolucionarios pueden ser tomados racionalmente, es decir, si la participaci�n afectiva y el entusiasmo suscitado entre los espectadores permite reconocer, a pesar de ciertos excesos que Kant va a despreciar (como el terror), un ideal que se cumpla en el acontecimiento mismo. A este respecto indica Kant en su Cr�tica del juicio: �El verdadero entusiasmo se dirige siempre a lo ideal, y por cierto, a uno que, como el concepto del derecho, es moralmente puro y no est� impregnado por el ego�smo� (p. 187). De cierta forma, para Kant, el valor especulativo que tuvo la revoluci�n francesa, entendida en su dimensi�n hist�rica[4], no es el suceso mismo per se, sino el respectivo impacto que tuvo en sus espectadores y que a la postre se traducir�a en un elemento vinculante de las voluntades libres de los sujetos de derecho.
1.2. �Hannah Arendt: la historia del concepto revoluci�n�
Para explicitar y desarrollar el car�cter hist�rico del concepto de revoluci�n es imprescindible la figura de Hannah Arendt, quien, en su ensayo Sobre la Revoluci�n, revela claves geneal�gicamente puntuales para entender el t�rmino. En este texto fundamental de la filosof�a pol�tica contempor�nea, Arendt detecta que el origen primigenio que tiene este vocablo, en el campo de lo pol�tico[5], pareciese contradecir el sentido que hoy se le imputa. Pues �la palabra se utiliz� por primera vez (�) en 1660, con ocasi�n del restablecimiento de la monarqu�a� (Arendt, 1988, p.44). La contradicci�n que supone designar a una revoluci�n como un restablecimiento o un retorno a un algo extraviado que debe o necesita ser recuperado es hoy un pronunciamiento harto complejo de sostener. Pues, a�n y cuando su uso original tiene este sentido de restauraci�n, la gran mayor�a de las discusiones contempor�neas en torno al concepto de revoluci�n vienen encausadas por un principio radical de apertura a lo novedoso que debe ocupar (sustituir, desplazar) el lugar de lo dado por caduco, injusto o insostenible[6]. Pero �cu�ndo y porqu� adquiri� este nuevo significado el vocablo revoluci�n? La respuesta a este reajuste sem�ntico lo encuentra Arendt en la �ltima d�cada del siglo XVIII, cuando el humo gris que eman� de la Bastilla anunciaba una suerte de desajuste eterno en los resortes de la historia pol�tica de la humanidad. No obstante, y en principio, como bien acota Arendt (2018):
�lo sucedido a finales del siglo XVIII fue en realidad un intento de restauraci�n y recuperaci�n de antiguos derechos y privilegios que acab� justo en lo contrario: en el desarrollo progresivo y la apertura de un futuro que desafiaba cualquier intento posterior de actuar o de pensar en t�rminos de movimiento circular o giratorio (p.44).
Cualquier ideal de restauraci�n en un proceso revolucionario, de ah� en adelante, no ser�a sino el deseo de acompa�ar en el h�medo tablero del cadalso de la historia a las cabezas de Luis XVI, Mar�a Antonieta y hasta la del propio Robespierre.
La revoluci�n francesa tuvo una hondura tal en la historia pol�tica de la humanidad, que no pocos autores encuentran en este suceso el fin de un siglo que a�n trascurr�a. Curiosamente, la resemantizaci�n de esta d�cada, marcada por el terror, la manipulaci�n e intrigas pol�ticas de todo tipo fue retra�da por el eslogan de libertad, igualdad y fraternidad, mientras que algunos importantes ideales ilustrados (cimientos ideol�gicos de aquella revoluci�n) como separaci�n de poderes, tolerancia religiosa y pol�tica, se vieron inequ�vocamente socavados por figuras que concentraron en s� todo el poder de una monarqu�a disfrazada de pueblo. De esta dram�tica consecuencia, Arendt (2018) se�ala, tomando en consideraci�n la experiencia francesa y la incesante acumulaci�n de revoluciones al pasar de los siglos, una caracter�stica com�n a todas estas:
Las revoluciones no son respuestas necesarias, sino respuestas posibles a la delegaci�n de poderes de un r�gimen; no la causa, sino la consecuencia del desmoronamiento de la autoridad pol�tica. En todos los lugares en los que se ha permitido que se desarrollen sin control esos procesos desintegradores, habitualmente durante un periodo prolongado de tiempo, pueden producirse revoluciones, a condici�n de que haya un n�mero suficiente de gente preparada para el colapso del r�gimen existente y para la toma del poder (p. 67).
La revoluci�n, bajo la mirada de Arendt, no es ya una causa efectiva para el cambio del ritmo pol�tico, ni un azar incontenible al que el influjo de la historia no puede someter, sino la pura consecuencia de un estado (en may�sculas y min�sculas) de cosas ineficiente y propiciatorio para su surgimiento. El revolucionario no ser�a entonces aquel que subvierte por sus solas fuerzas la naturaleza pol�tica de un status quo, ni aquel otro que avizora un horizonte de posibilidades y se embarca en la tit�nica tarea de hacerlo real contra todo pron�stico; sino que m�s bien el sujeto revolucionario, el hacedor de revoluciones, viene a tener, para s�, una suerte de astucia necesaria para determinar cuando existe un vac�o de poder, de autoridad o representaci�n real,� y sentar unas bases convincentes para que la teor�a y la praxis de su discurso coincidan con la voluntad general de una mayor�a cansada.
Es importante recalcar que en las disquisiciones de Arendt sobre la revoluci�n existe un elemento de novedad radical que no debe ser obviado. Pues si bien, �los revolucionarios son los que saben cu�ndo est� el poder abandonado en la calle y cu�ndo pueden recogerlo� (Arendt, 1973, p.208), tambi�n es cierto que para que tenga lugar la revoluci�n, primero debe pasar algo indescifrable, algo que irrumpa ciertos c�digos establecidos en una situaci�n dada, y s�lo luego, es posible que el proceso de verdad, esto es, la enunciaci�n de dicho acontecimiento pueda tener lugar. Esta novedad radical queda expresada en ese breve di�logo imaginario que, recreado por la autora alemana, sostuvo Luis XVI y su mensajero, el duque de La Rochefoucauld-Liancourt. En la noche del 14 de julio de 1789 cuando el rey, enterado de los recientes sucesos de la Bastilla, exclam�: �C'est une r�volte�, y la respuesta de Liancourt fue: Non, Sire, c'est une r�volution (Arendt, 1988, p.63). En este intercambio puede constatarse el �ltimo intento impotente de Luis XVI por inscribir los sucesos de la Bastilla dentro de una categor�a conocida (la revuelta), lo que le aportar�a a este un curso a seguir conocido, una estrategia determinada y previsible. Las revueltas han existido siempre y el poder conoce maneras de sofocarlas, barrerlas del mapa. La respuesta de Liancourt, por el contrario, es la declaraci�n de fe en un acontecimiento nunca visto, un acontecimiento sin precedentes. De ah� que quedaran sobrepasadas las bases explicativas de las que dispon�a y lanzara la famosa exclamaci�n: �Es una revoluci�n!
Luego de haber preparado el terreno para considerar el concepto de revoluci�n en la filosof�a hegeliana a partir de dos referentes fundamentales como lo son Kant y Arendt, es hora de pasar al asunto principal de este ensayo: el concepto de revoluci�n en Hegel. En primer lugar, habr�a que se�alar -o recordar- que cualquiera que pretenda situar (poner en relaci�n con) en el interior de la filosof�a hegeliana una discusi�n o reflexi�n de tipo especulativa ha de tener much�simo cuidado. Y este cuidado, no solo ha de ser con la forma en que pretenda insertarse �ste o aquel concepto previendo de mantener la organicidad y dinamismo que le es propio al esp�ritu hegeliano para que este no se vea falseado, sino que, adem�s, se debe evitar no mal situar el concepto en cuesti�n, es decir, hallar el espacio que le es m�s propicio en el movimiento todo del esp�ritu hegeliano. Para cumplir con el objetivo planteado, estas advertencias previas son fundamentales si se quiere ser fiel a Hegel y no a una agenda intelectual o ideol�gica de ning�n tipo.
2. Hegel y la revoluci�n
Siguiendo la divisi�n que el propio Hegel establece en su Enciclopedia parece bastante justo y acertado pensar el concepto de revoluci�n como parte del Esp�ritu objetivo. Pues es precisamente en este apartado donde desaparece la inmediatez de la subjetivo (en su forma unilateral), y donde el sujeto se sociabiliza, se politiza, se externaliza, en definitiva, se hace objeto de s� mismo. Y si el concepto de revoluci�n, como ha quedado indicado con anterioridad, es siempre en su relaci�n con lo social y lo pol�tico, no es de extra�ar que dicho concepto pueda discutirse a partir del �momento del esp�ritu� que le es m�s preciso. Ahora, este momento de lo pol�tico y de lo social, tiene, a su vez, diversas instancias discursivas y conceptuales en la obra toda de Hegel. Por ejemplo, en la Fenomenolog�a, luego de que Hegel concluye sus indagaciones sobre la conciencia, sus investigaciones pasan de tener un marcado car�cter gnoseol�gico a uno m�s social o intersubjetivo que Hegel desarrolla y discute en su famoso apartado de la autoconciencia. No obstante, este movimiento particularmente interesante[7] de la Fenomenolog�a que involucra a la subjetividad en su momento inicial de socializaci�n y donde emergen conceptos clave como los de deseo, reconocimiento, nosotros, satisfacci�n, vida o trabajo no constituye el texto por excelencia para pensar el concepto de revoluci�n. Esto es as� por varias razones. La primera, quiz�s, es que la Fenomenolog�a es un texto que pertenece -dig�moslo as�- a un per�odo de �incipiente� madurez de la agenda hegeliana. Desde luego que de esta raz�n primera no debe inferirse que la Fenomenolog�a sea un texto sencillo, menor, o carente de profundidad de an�lisis; sino que, y, muy por el contrario, sus objetivos trascienden lo pol�tico y lo intersubjetivo. Otra importante raz�n para no discutir el concepto de revoluci�n a partir de la Fenomenolog�a es la misma ordenaci�n que le da Hegel en su Enciclopedia a los contenidos tratados en la Fenomenolog�a. Como es sabido, en la tercera parte de la Enciclopedia, Hegel se dedica a acotar la Filosof�a del Esp�ritu, donde hace su cl�sica separaci�n entre Esp�ritu Subjetivo y Esp�ritu Objetivo, y es en esa primera sesi�n donde aparecen los contenidos que aborda la Fenomenolog�a, mientras que el esp�ritu de la cosa p�blica ya objetivado aparece en la segunda sesi�n. Esta segunda sesi�n es la que resume los diferentes aspectos del Esp�ritu Objetivo y que, adem�s, coincide enteramente con los contenidos que Hegel piensa en su Filosof�a del derecho. Por estas dos razones fundamentales el problema de la revoluci�n merece ser pensado, sobre todo, a partir de la Filosof�a del Derecho[8].
Una vez localizado el texto primordial a trabajar en relaci�n con el concepto escogido (revoluci�n), resulta fundamental entonces situar dicho concepto en la Filosof�a del Derecho. Para ello se hace cardinal recordar, primeramente, que la ordenaci�n de los contenidos all� tratados arranca desde el Derecho, pasan a la Moralidad y terminan en la Eticidad. Pero entonces, �a partir de cu�l de estos tres apartados resulta m�s propicio pensar el concepto de revoluci�n?
Si bien desde el justo inicio de la Filosof�a del Derecho comienzan a aflorar categor�as y presupuestos que toda revoluci�n, una vez acontecida, subvierte necesariamente como condici�n de su realizaci�n efectiva, la tr�ada dial�ctica de la �ltima parte del texto (Familia, Sociedad Civil y Estado) aparece como el terreno m�s f�rtil para constatar si la revoluci�n puede incorporarse o no en este recorrido dial�ctico final del esp�ritu objetivo.
Luego de haber establecido el �marco hermen�utico� sobre el que se inscribir� y discutir� el concepto revoluci�n, resulta importante tambi�n tener en cuenta unas palabras que dice F�lix Duque (2008) respecto de un presupuesto primordial de la filosof�a hegeliana:
El presupuesto general de Hegel -o al menos la tendencia que le gu�a en todos sus escritos- consiste en la b�squeda de coincidencia entre el tiempo y el logos, entre la Historia y la L�gica, coincidencia o compenetraci�n que llevar�a a la contemplaci�n de un presente racional eterno en un tiempo cancelado por esa presencia, por la parous�a de lo Absoluto (p. 64).
Esta afirmaci�n de F�lix Duque es fundamental tenerla en cuenta, no solo para el concepto que nos ocupa ahora, sino para cualquier otro concepto o categor�a l�gica sobre la que se pretenda dar parte en la filosof�a hegeliana. Pero m�s all� de que esta coincidencia entre lo hist�rico y lo l�gico sea un presupuesto b�sico del saber hegeliano, el rol de esta coincidencia cobra una particular importancia en el caso del concepto de revoluci�n. �Por qu�? Pues porque si se es consecuente con este presupuesto, hay que aceptar tambi�n, y desde una perspectiva estrictamente filos�fica, que �es el propio Hegel el que necesita que el tiempo, que su tiempo sufra bruscas mutaciones, para que �l pueda recoger la cosecha post festum, una vez pasada la tempestad, en la calma del pensar desapasionado� (Duque, 2008, p.66). En otras palabras, Hegel necesita que acontezcan las revoluciones para pensarlas, puesto que las revoluciones no se dan en la nada, sino que acontecen en esa otrora tempestad que es la historia del esp�ritu. Entonces, la pertinencia del estudio sobre la revoluci�n es dada por la propia revoluci�n una vez ha acontecido. La revoluci�n le da a la filosof�a la posibilidad de pensarla y no al rev�s. Este elemento de lo l�gico-hist�rico es particularmente importante para tomar conciencia sobre el hecho de que el fil�sofo, o al menos el fil�sofo estrictamente hegeliano, no tenga por tarea pensar la revoluci�n como suceso venidero o necesario, sino para una vez acontecido esta, pensar las condiciones l�gicas que propiciaron su irrupci�n.
Esa c�lebre tesis de Marx que indica que la filosof�a no est� para comprender el mundo sino para transformarlo tiene aqu� un precedente claramente antag�nico. De hecho, el propio Marx menciona el t�rmino revoluci�n m�s de treinta veces en su famoso pr�logo a la Filosof�a del derecho, mientras que Hegel lo menciona una sola vez y para referirse, de manera indirecta, a la revoluci�n francesa. A�n y cuando Marx parece m�s interesado que Hegel en plantear la cuesti�n de la revoluci�n y su necesaria emergencia dial�ctica, el autor de El Capital espeta la siguiente conclusi�n en dicho pr�logo: �Una revoluci�n radical s�lo puede ser la revoluci�n de necesidades radicales de las cuales parecen fallar igualmente las premisas y las sedes propicias a su resurgimiento� (Marx, 1968, p.17). En otras palabras, la revoluci�n llega cuando lo l�gico desborda a lo hist�rico, cuando la necesidad l�gica del devenir del esp�ritu hist�rico no puede mantener su din�mica sobre la base de sus premisas. En este sentido, no es Marx un autor que supere en absoluto a Hegel, ese �pensador radical de la revoluci�n�, sino un hegeliano m�s, que se ha percatado de que el propio movimiento contiene, por necesidad, su negaci�n. Pero �quiere esto decir que Hegel convenga en aceptar la revoluci�n como parte del movimiento dial�ctico que le es inherente al esp�ritu? O, en otras palabras, �es la revoluci�n un momento necesario del desarrollo del esp�ritu?
En primer t�rmino, habr�a que decir que la �ltima tr�ada l�gico-especulativa del esp�ritu objetivo hegeliano (eticidad) culmina en el estado como Aufhebung de la familia y la sociedad civil respectivamente. Es decir, la semilla de la negatividad que le es inherente al movimiento dial�ctico del esp�ritu hegeliano germina en la familia, se sucede y transita a la sociedad civil, y de esta �ltima, florece como concepto en el estado. Para varios autores,[9] la culminaci�n de este movimiento supone en Hegel una suerte de conservadurismo que anquilosa al estado como la configuraci�n �ltima de la cosa pol�tica, haciendo de Hegel una especie de fil�sofo fiel del estado prusiano. Desde luego que esta visi�n tiene un sesgo importante, y es la difuminada forma en que contemplan la propia noci�n de estado. Consideraciones que arrancan y terminan por comprender al estado, lo mismo como un aparato coactivo, que como un mecanismo de control o dominio. No es de extra�ar entonces que bajo estas mismas lecturas e interpretaciones Hegel quede �mal parado�. Pero el estado en Hegel no es nada de esto. Por el contrario, y ��lejos de representar un simple aparato de dominio, la estructura estatal pueda ser vista como la realidad efectiva de la sustancia �tica. Dicho saber es lo que la filosof�a especulativa deduce y, al mismo tiempo, la exigencia que ella propone a cualquier consideraci�n no unilateral del asunto en cuesti�n� (Cuartango, 2016, p. 620). Y es en este justo v�rtice del asunto, a saber, en la comprensi�n del estado en Hegel, que haya algo as� como un �trago amargo� que los defensores de la revoluci�n no pueden digerir del todo. Pues si se comprende al estado en Hegel como el cenit �ltimo del movimiento l�gico-hist�rico del esp�ritu �tico, y a su vez se le define a este movimiento a partir de propiedades y calificativos como las de �aparato de dominio� o �coacci�n� (calificativos y propiedades que Hegel no le imput� a dicho concepto) no es de extra�ar que resulte en extremo criticable esta postura. Pero Hegel no renuncia jam�s a lo negativo, que es, en definitiva, lo posible.
El estado no est� puesto ah�, colocado como un �algo exterior o ajeno� al movimiento del esp�ritu, sino por el contrario, es un conclusi�n l�gico-hist�rica de este mismo movimiento. En definitiva, el estado es un resultado y no una adhesi�n. Pero �este resultado l�gico y especulativo que es el estado puede, debe, o tiene que ser superado? Desde luego que la respuesta a esta pregunta no asegura del todo la entrada en escena de la revoluci�n, en tanto que este concepto emerja como necesidad, es decir, como �nica posibilidad. Pues si la revoluci�n es simplemente posible, es tambi�n posible que no lo sea; si es debida, quiere decir que responde al plano de la moralidad o de la propia eticidad, lo que no supondr�a, per se, una superaci�n del �ltimo movimiento l�gico del esp�ritu objetivo; ahora, si es una �nica posibilidad, es decir, una necesidad, un �tener que ser�, entonces habr�a ya la incorporaci�n de una instancia superior, una estaci�n nueva del esp�ritu que, aunque Hegel no haya escrito o pensado, tendr�a necesariamente que existir como condici�n ineludible del propio movimiento espiritual. Solo as� ser�a posible hablar de revoluci�n. Aunque esta incorporaci�n novedosa, esta supuesta adhesi�n, ser�a, precisamente, ir en contra de esa l�gica-hist�rica que el propio Hegel maneja en el devenir como cualidad que le es esencial. Es decir, adelantarse a Hegel, ser�a, de alguna extra�a manera, adelantarse a la misma historia, preverla, y esta �nostrad�mica� forma de filosofar rara vez ha resultado exitosa.
Todo parece indicar que Hegel ha blindado el movimiento espiritual de una forma tal que se resiste a toda supresi�n, cancelaci�n o adici�n. No obstante, existe otra posibilidad, otro camino que no supone ya esa parad�jica y compleja tarea que es incrustar un nuevo contenido (una nueva figura dial�cticamente mediada) al movimiento hegeliano. Y esta posibilidad radica en inocularle un desequilibrio. Pero �qu� es esto de inocular un desequilibrio? �c�mo se inocula un desequilibrio en la filosof�a hegeliana? Pues la cuesti�n ser�a dilucidar si el t�rmino medio de una figura dial�ctica dada, enti�ndase por esto, la negaci�n del primer t�rmino que entra en contradicci�n con la instancia anterior es suficiente, por s� mismo, para generar un tercer t�rmino que lo explique y fundamente. Por ejemplo, en la figura dial�ctica �ltima del esp�ritu objetivo, la eticidad (Sittlichkeit), tal y como se ha indicado anteriormente, aparecen la familia, la sociedad civil y el estado. De estos tres momentos l�gicos, el segundo ser�a el negativo, ese momento que, como instancia mediadora, tiene para s� la condici�n formal y l�gica de negar la instancia precedente y de verse negado y recogido a la vez -como Aufhebung- por la instancia posterior. Entonces, si se lograse demostrar que este segundo t�rmino (sociedad civil) contiene un elemento que imposibilita su superaci�n, esto es, una determinaci�n que le impide salirse de su �lugar de ser�, entonces puede decirse que se ha inoculado un desequilibrio, puesto que la transici�n a su momento ulterior no puede ser enteramente justificado. Y es precisamente partiendo de esta �hip�tesis equilibrista� que pudiera arriesgarse el concepto de revoluci�n en dicha transici�n. Pero �por qu� precisamente es en la sociedad civil (como instancia mediadora) que puede hablarse tal vez de este �inocular a la revoluci�n� como desequilibrio? Pues si se sigue al propio Hegel (1972), �para construir un Estado, una multitud tiene que unirse "en una generalidad" y encontrar "la libertad en una libre sumisi�n comunitaria bajo una suprema autoridad pol�tica" (p.13). Es decir, el momento preciso en que la legitimidad o no de esa �resistencia� al estado a la que hac�a referencia Kant[10] tiene lugar, ser�a en la sociedad civil, precisamente por ser ah� donde est�n los presupuestos para que acontezca esa uni�n de lo general que quedar�a sometida, por propia voluntad, y como totalidad, a un estado. Pues el estado emerge, precisamente, como esa necesidad que tiene lo universal de ser en s� y para s�, de ah� que, sin el estado, y siguiendo la l�gica de Hegel, la sociedad civil ser�a un puro �desligarse�, una �formalidad sin contenidos vinculantes� que no logra (re)unirse bajo una determinaci�n que la congregue y le otorgue realidad efectiva (Wirklichkeit). El problema estar�a en que el estado, al ser esa culminaci�n singular donde se re�nen lo particular de la familia y lo universal de la sociedad civil, dejar�a a la revoluci�n, nuevamente, en el p�ramo de lo injustificado, de lo impertinente. De ah� que tenga que ser en aquella determinaci�n evolutiva del esp�ritu objetivo (sociedad civil) donde la revoluci�n, quiz�s, pudiese tener cabida, puesto que la raz�n de ser del estado es precisamente el cumplimiento l�gico-hist�rico de esa unidad de lo general. Es decir, si la revoluci�n acontece contra el estado (como normalmente ha sucedido), ser�a obviar el aspecto racional esencial que le es determinante al estado. En otras palabras, colocar como antag�nico el concepto de revoluci�n al de estado, es, en la filosof�a de Hegel, convenir en repudiar el propio movimiento racional y unificador del esp�ritu en su devenir: ir en contra de la raz�n.
Para explicitar con mucha m�s claridad en que consistir�a este gesto de inocular un desequilibrio en la sociedad civil, que no es otra cosa que situar el concepto de revoluci�n y contemplar su posible viabilidad dial�ctica, merece la pena antes citar qu� entiende Hegel (2017) por sociedad civil.
Como esp�ritu que se particulariza abstractamente en muchas personas (la familia es solamente una persona), en familias o singulares que con libertad autosuficiente y como particulares son para s�, la sustancia pierde primero su determinaci�n �tica, por cuanto estas personas como tales no tienen como fin suyo a la unidad absoluta, sino que tienen en su conciencia su propia particularidad y su ser para s�, y los tienen como fin suyo: el sistema del atomismo. La sustancia deviene de este modo mera interconexi�n general, mediadora entre extremos autosuficientes y entre sus intereses particulares; la totalidad en s� misma desarrollada de esta interconexi�n es el estado como sociedad civil, o sea, como estado externo (� 523).
En estas consideraciones de Hegel aparecen m�s de un elemento digno de destacar. Por un lado, se muestra como la sociedad civil se determina a partir de una particularizaci�n abstracta y atomizada. Una particularizaci�n que queda determinada, precisamente, por lo formal que tiene lo universal. Siendo as�, la sociedad civil tiene que ser abstracta, pues no tiene m�s contenido que su forma de ser. Los individuos que conforman a la sociedad civil, de igual manera, ser�an subjetividades libres sin contenidos vinculantes m�s all� de su conciencia individual, de su inter�s y de su ser para s�. Por lo tanto, la sustancia de la sociedad civil y su determinaci�n esencial es su interconexi�n general, la cual queda mediada y explicada a partir de los propios intereses particulares de aquellos que la componen. Con todo esto, la sociedad civil, y es fundamental tener esto en cuenta, no desaparece ni mucho menos con la emergencia del estado como concepto que la dota de contenido y realidad efectiva, sino que queda integrada y ligada a este, as� como la familia. Pero, volviendo a la pregunta anterior �existe alguna posibilidad l�gico-dial�ctica de inocular el concepto de revoluci�n en la sociedad civil? Habiendo concluido antes en que el aspecto hist�rico tiene que quedar desplazado de esta respuesta por la propia l�gica del discurso hegeliano, tratemos de explicar si existe o no dicha posibilidad.
Primeramente, habr�a que preguntarse si la sociedad civil, seg�n su propia din�mica determinante, es capaz de ingresar en su movimiento a la revoluci�n. La respuesta a esta cuesti�n depender�a, sin m�s, de la estructura y potencialidad inherente a lo civil para recoger y externalizar este concepto, es decir, hacerlo realidad efectiva. Pero ante esta posibilidad surgen dis�miles contradicciones. En primer lugar, hay que tener presente que la sociedad civil, como instancia que media entre la familia y el estado, es pura negatividad, pura �soltura�. Por lo que tomar en consideraci�n el concepto de revoluci�n en su interior y aspirar a que este se realice como tal, ser�a pedirle a lo negativo que se llene de un contenido que no tiene y que, por su propia determinaci�n, no puede tener. Pues, a�n y cuando la potencia pol�tica, econ�mica y discursiva de la sociedad civil tenga su valor y distinci�n en esa reuni�n de particulares autoconscientes que realizan su particularidad en lo universal, habr�a que convalidar la idea de que su �matriz dial�ctica�, esa generalidad formal de sus particulares es incapaz de asumir o generar, por sus solas fuerzas, un concepto positivo. De hecho, la sociedad civil, hasta nuestros d�as, sostiene su valor e importancia precisamente en no asumir ning�n contenido vinculante m�s all� de las leyes, las costumbres, la constituci�n o el estado, siendo, a la vez, la oposici�n radical de estos mismos contenidos positivos[11]. Y es en esta misma contradicci�n suya, en esa negatividad de lo puramente formal que la determina y que no le permite, por s� misma, salirse de s�, donde residen, a la vez, la debilidad y la fortaleza de la sociedad civil. Esta doble condici�n de la sociedad civil es el presupuesto que detecta Hegel para asumir la emergencia resolutiva del estado como esa instancia que re�ne y conserva la soltura de lo civil como concepto realizado.
Si como ha quedado explicado antes, el hecho de tomar a la revoluci�n como un momento antag�nico al estado es estar a favor de suspender la raz�n y la libertad humana, en el caso de lo civil, esta misma l�gica se mantiene, aunque se expresa de diferente forma. Pues s�, por una parte, la revoluci�n se plantea siempre como opuesta a algo, es negativa por naturaleza, en la medida en que necesita algo a lo que enfrentarse para tener realidad. Sin embargo, en caso de que se pensara ingresar la potencia negativa de la revoluci�n, en, o contra lo civil, ser�a como apagar el fuego con combustible, enfrentar lo negativo a una escisi�n, o lo formal a algo no concreto. Pero, adem�s, la revoluci�n, busca subvertir y reemplazar un orden, y la sociedad civil, siguiendo el propio t�rmino de Hegel, se atomiza y generaliza en particulares. No parece posible enfrentar ni insertar la revoluci�n en la sociedad civil. La revoluci�n sigue quedando hu�rfana y sin hijos, se sigue quedando sola.
A�n hay un aspecto de la revoluci�n que queda por ser abordado y que resulta definitivo: los revolucionarios. La revoluci�n no se hace sola, no se piensa por s� misma, no es un concepto con realidad independiente, no tiene pulso ni coraz�n. La revoluci�n la hacen hombres y mujeres, subjetividades capaces de someter la realidad a una idea que altere el curso de lo l�gico-hist�rico. En este sentido el revolucionario quiere realizar una paradoja: suspender lo real, lo racional, la libertad, con el deseo de �ir m�s all� de lo real, de lo racional e instaurar una nueva noci�n de libertad. Pero hay aqu� un problema medular, un problema que arrastran una y cada una de las revoluciones, un problema, que, para colmo, est� instalado en la propia determinaci�n esencial de la pretensi�n del revolucionario: lo subjetivo. Y no es que lo subjetivo sea algo maldito o innombrable, algo que haya que desechar, sino que, y, muy por el contrario, el descubrimiento de la subjetividad es, probablemente, el m�s grande logro de la modernidad. Pero como todo concepto, se hace fat�dico e insoportable si se le toma aislado de su extremo opuesto y dial�cticamente necesario: lo objetivo. El revolucionario se aboca contra lo objetivo, premedita y �asalta la raz�n� de un mundo que a�n y cuando ha sido ordenado por la libertad, su intuici�n y entendimiento particular filtra y despoja de toda credibilidad. -Lo dado no es suficiente-, -lo necesario no es suficiente-, -la raz�n no es suficiente-, -el mundo no es suficiente-, dir� el revolucionario m�s convencido. Pero este tipo de l�gica atenta contra Hegel en m�s de un sentido pues �parece� desconocer que
si toda verdad, fundamento o principio, se encuentra del lado subjetivo, entonces ocurre que la realidad humana objetiva�las instituciones, las leyes, los usos y costumbres�carece por s� de toda substancia, de todo sentido y se enfrenta como una carga a la voluntad suelta de la subjetividad. Fruto de esta escisi�n es, por ejemplo, el proceder autodestructivo de los revolucionarios en el periodo del terror de la Revoluci�n francesa�su incapacidad para reconocerse en lo positivo y el consiguiente acrecentamiento de la din�mica de negaci�n, que condujo a sospechar de todos como contrarrevolucionarios y, finalmente, a que la mayor�a del Comit� de Salud P�blica perdiera su cabeza en la guillotina (Cuartango, 2005, p.18).
Es precisamente en la Filosof�a del derecho, donde Hegel lleva a cabo, sino su mayor cr�tica a la subjetividad, si ese acicate fundamental para lo pol�tico donde lo subjetivo necesita salirse de s� y entregarse libremente a una configuraci�n unitaria que garantice el desarrollo de su racionalidad. Ese car�cter unilateral de lo subjetivo, esa voluntad expansiva e infinita de los rom�nticos y de los revolucionarios, queda necesariamente reunida en lo pol�tico y en el estado, precisamente para asegurar que la libertad se preserve. Y es quiz�s esta la paradoja m�s grande y pesada de lo pol�tico, que para ganar libertad haya que entregarla. Si bien esta paradoja -como toda paradoja- nos invita a pensarla una y otra vez, hay algo que s� permanece como una ley inviolable, algo que Hegel anunci� con una precisi�n espantosa: el peso de lo real y de lo racional. Y es que la revoluciones, a�n y cuando aspiren a domar y a poner en cautiverio a esa �enorme criatura viva� que es la historia universal de la raz�n, la bestia termina devor�ndoselas y limpi�ndose sus colmillos con la segura tranquilidad de una doble certeza: todo lo real es racional, todo lo racional es real.
Conclusiones
Luego de haber considerado algunas determinaciones que Kant y Arendt le imputan al concepto de revoluci�n, no es desatinado afirmar que, al menos con dichas determinaciones, no puede incorporarse, en el recorrido dial�ctico hegeliano, dicho concepto. Pero, adem�s, tambi�n pudo constatarse que el concepto de revoluci�n, en Hegel, tampoco tiene, por su propia estructura, la capacidad de colocarse o inocularse en el dinamismo del esp�ritu objetivo. Lo mismo en la familia, en la sociedad civil o en el estado parece que la revoluci�n persiste en su determinaci�n, esencialmente parad�jica: la de no poder realizarse como concepto. Es por ello, que arriesgar la hip�tesis de un �Hegel revolucionario� o como �un pensador de la revoluci�n� ser�a, no solo contrariar la l�gica del discurso hegeliano, sino aspirar a hacer de dicho concepto, un lugar com�n para equ�vocos, tergiversaciones y malentendidos, que, a mediano o largo plazo, aspira a fundar un concepto positivo que anude, idealmente, a una sociedad, cuya �nica posible uni�n, reside en su valor relacional. La pretensi�n revolucionaria de fundar un ethos cae entonces en la manida f�rmula donde una idea regulatoria que aspira reunir a los hombres termina por ponerlos como antag�nicos, opuestos, no quedando en su lugar sino la cl�sica imagen de Saturno devorando a sus hijos.
Referencias
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[1] �La Revoluci�n francesa permaneci� como el acontecimiento pol�tico crucial de su vida y como el que en mayor medida influy� su pensamiento� (BECCHI, 1991, p. 165).
[2] Si bien existen matices diferentes entre la posici�n de Weil y Habermas en relaci�n con este texto de Ritter, la idea de tomar a la filosof�a de Hegel como una filosof�a de la revoluci�n permanece. Para consultar un an�lisis a este respecto consultar el ensayo de Paolo Becchi (1991).
[3] Subrayado del autor.
[4] En el Prefacio a la Segunda Edici�n de la Cr�tica de la Raz�n Pura, Kant se refiere al giro operado por Cop�rnico en la f�sica identific�ndolo con el procedimiento cr�tico en su filosof�a. Pero cabe interpretar este giro en el sentido de una revoluci�n del modo del pensamiento (Um�nderung der Denkart). De ah� la diferencia entre una revoluci�n entendida en t�rminos hist�ricos y de una en t�rminos de pensamiento. (Kant, 1970, p. 129).
[5]Es importante subrayar que un siglo antes de que se utilizase el t�rmino revoluci�n, en un marco pol�tico, Nicolas Cop�rnico lo us� para referirse al devenir regular, rotatorio y sujeto a leyes propias que segu�an los astros y planetas Se trataba de la palabra latina revolutionibus, cuya referencia m�s cercana era la de un movimiento recurrente, c�clico y, en tal medida, similar a la idea de un orden al que a pesar de los sobresaltos siempre se retornaba, al margen, por cierto, de toda voluntad humana.
[6] En este sentido resultan fundamentales las pol�micas discusiones del t�rmino que hacen autores como �i�ek, Antonio Negri, Ernesto Laclau y Jacques Ranciere, entre otros.
[7] Para entender el movimiento que va de la conciencia a la autoconciencia hegeliana consultar Leiva (2020).
[8] Desde luego que esto no supone que haya que despreciar todo lo que no sea la Filosof�a del Derecho para pensar el concepto de Revoluci�n en Hegel, sino que este concepto puede discutirse, con mucha m�s profundidad, a partir de esta obra que de otras. Pues si en alg�n espacio se dirimen los l�mites efectivos de una revoluci�n es el mundo del derecho. O �no son acaso las revoluciones un cierto tipo de sacudida radical a algo que se presenta como justo, como derecho? Desde esta misma l�gica puede pensarse el �ndice de la Filosof�a del Derecho hegeliano como una suerte de mapa que el barco de las revoluciones sortea, una y otra vez, entre los vientos de la historia.
[9] A este respecto se�ala, Klaus Von Beyme �Cuanto menor es la capacidad de la sociedad civil para transformarse revolucionaria o pac�ficamente, tanto m�s �reaccionaria� aparece la variante del conservadurismo que se impone en el plano del pensamiento pol�tico. En Alemania existieron distintas variantes del pensamiento conservador. La menos inteligible estaba representada por el pensamiento hegeliano, con su apoteosis conceptual sobre la misi�n del Estado prusiano� (VON BEYME, Klaus. El conservadurismo. Revista de Estudios Pol�ticos (Nueva �poca) N�mero 43, 1985, p. 21); Tambi�n nota este matiz conservadurista en Hegel Robert Nisbet cuando indica que �Hay un inexpugnable elemento de feudalismo en la teor�a conservadora de la autoridad. Casi todos los conservadores del siglo XDC �incluidos Burke, Bonald, Coleridge, Hegel y Disraeli� eran admiradores desenfadados de la Edad Media. Pocos cambios en el pensamiento fueron m�s abruptos durante el siglo que el paso del odio ilustrado a lo feudal al amor conservador por �ste y por el modelo que proporcion� para abordar las presiones pol�ticas y econ�micas de la modernidad� (Nisbet, 1995, p. 58).
[10] Consultar el ep�grafe 1.1.
[11] En este mismo sentido es que Bobbio plantea la necesidad de la sociedad civil. �Si la �nica forma de legitimaci�n del poder pol�tico es el consenso de aquellos sobre los cuales se ejerce tal poder, en el origen de la sociedad civil debi� existir un pacto �si no expreso, t�cito� entre aquellos que le dieron vida. M�s que un hecho hist�rico el contrato se concibe como una verdad de raz�n, en la medida que es un eslab�n necesario de la cadena de razonamientos iniciada con la hip�tesis de individuos aislados libres e iguales.� (Bobbio, 1982, p. 169).