La noción de caos primigenio y la idea de flujo en el Tao Te Ching como antítesis de la visión antropocéntrica de lo real

The notion of primordial chaos and the idea of flow in the Tao Te Ching as an antithesis of the anthropocentric vision of the real

 

Alejandro Hernández Sosa

Facultad de Filosofía, Universidad de La Habana, La Habana, Cuba

Email: xaramillo85@yahoo.com ORCID: https://orcid.org/0000-0003-3359-1161

 

Cómo Citar: Hernández Jaramillo, A. (2022). La noción de caos primigenio y la idea de flujo en el Tao Te Ching como antítesis de la visión antropocéntrica de lo real. Dialektika: Revista De Investigación Filosófica Y Teoría Social, 4(10), 1-14. https://doi.org/10.51528/dk.vol4.id80

 

 

Resumen: Históricamente la pregunta sobre el origen del mundo ha sido una de las inquietudes que más ha estimulado la curiosidad intelectual de la inteligencia humana. Las primeras respuestas dadas al problema, estaban casi por entero inscritas en los dominios del pensamiento mítico. Por consiguiente, algunas de estas concepciones abrigaban desde tiempos remotos rasgos tempranos de pensamiento especulativo, como la propia noción de caos primigenio o primordial. Esta idea remite a un momento ontológico signado por la indeterminación: la forma no ha hecho acto de presencia porque se trata de un estado de la existencia anterior al surgimiento del sujeto del conocimiento. En este ensayo se abordará la función del caos primigenio en el Tao te Ching, una de las obras filosóficas más complejas dentro del panorama cultural del extremo oriente; y la relación con uno de los principios articuladores de mayor peso al interior del taoísmo filosófico: La idea de flujo.

Palabras clave: Tao, Lao tse, caos primordial, flujo, wei wu wei.

 

Abstract: Historically, the question about the origin of the world has been one of the concerns that has most stimulated the intellectual curiosity of human intelligence. The first answers given to the problem were almost entirely inscribed in the realm of mythical thought. Consequently, some of these conceptions harbored early features of speculative thought from remote times, such as the very notion of primeval or primordial chaos. This idea refers to an ontological moment marked by indeterminacy: the form has not made an appearance because it is a state of existence before the emergence of the subject of knowledge. This essay will address the role of primal chaos in the Tao te Ching, one of the most complex philosophical works within the cultural panorama of the Far East, and the relationship with one of the most important articulating principles within philosophical Taoism: The flow's idea.

Keywords: Tao, Lao tse, primordial chaos, flow, wei wu wei.

 

 

«El Tao que puede conocerse no es el tao eterno. El nombre que se le puede dar no es su verdadero nombre.»

Lao Tze

 

 

Más de dos mil años antes del nacimiento de Kant, en una China que apenas podía soñarse a sí misma, vio la luz la sentencia que inaugura este ensayo. Son los dos primeros versos del célebre Tao Te Ching atribuido a Lao Tze, quien, envuelto en un halo de leyenda y veneración, sirve en nuestros días tanto para tallarle un rostro a la fundación del taoísmo filosófico, como para señalar con un único dedo a todos los posibles pensadores que pudieron haber tejido colectivamente un texto tan profundo e inquietante como este.

Sea cual fuere el caso, lo que si queda claro, es que 21 siglos antes de que los vientos de la crítica kantiana dejasen expuestos los límites de la razón, (al revelar el carácter quimérico de un conocimiento libre de las impurezas que la subjetividad humana le impone), una idea semejante había quedado señalando -en una precoz y poética manifestación de claridad filosófica- el umbral de la que estaría llamada a convertirse en una de las obras más sutiles y penetrantes de la literatura filosófica universal.

La idea del Tao es anterior al Tao Te Ching, y lo mismo ocurre con la relación Yin Yang.[1] Estas imágenes tienen sus remotos orígenes enterrados en los albores de la cultura china, pero es en el Tao Te Ching donde con mayor coherencia y más sistemáticamente se perfila su condición de esquemas interpretacionales interdependientes. Pudiera decirse que el Tao Te Ching es un baile de 81 estrofas en torno a una noción central: la idea de Tao constituirá el centro intangible alrededor del cual se articula toda la obra, y el ritmo estará marcado por la constante e indisoluble alternancia yin-yang. Sin embargo, no veremos en esta obra -ni en ninguna de las obras representativas del taoísmo filosófico- una definición positiva de sus principios articuladores, como tampoco observaremos una separación temática o disciplinaria (del tipo ética, metafísica, gnoseología, política, ontología, etc.), ya que tanto por razones lingüísticas como filosóficas, la tendencia al desmembramiento de la realidad en partes componentes -con el presunto objetivo de facilitar su asimilación- es contraria al espíritu holístico del taoísmo filosófico[2].

Como dignos herederos de la cultura occidental, es probable que nuestros primeros esfuerzos por acercarnos a la noción de Tao, se vean ahogados en la tentación de las analogías mecánicas, o peor aún, en aquella otra de declarar como meras contradicciones lo que no se deja asimilar por simple homologación. Probablemente sin un acto de humildad intelectual, y un esfuerzo serio de imaginación, sería poco menos que estéril cualquier lectura de esta obra. Por otro lado, si asumimos (o intuimos) el carácter armónico-contextual de la oleada de imágenes, metáforas y parábolas que cubren las costas del Tao, puede que nos veamos arrastrados por una corriente (o quizá contracorriente) que se abrirá paso entre el automatismo propio de las dinámicas de pensamiento inerciales, ancladas a lo que vendría a ser el denominador común de la idiosincrasia occidental: la trilogía conformada por el principio de identidad, el principio de no contradicción y el del tercero excluido. Estos tres elementos básicos de la lógica formal son parte de los pilares en los que en gran medida se asienta el sentido común, las dinámicas de comunicación, las tendencias generales de pensamiento, y los prismas de apropiación de la realidad de la cultura occidental. Sobre dicha base se suele asumir que cada cosa (entendida como objeto de pensamiento) guarda un grupo de diferencias básicas con respecto a las otras. Esas diferencias son los cimientos de las determinaciones esenciales que más tarde vertebrarán las definiciones, y eventualmente el concepto, de cuanto puede ser nombrado.

De ahí que el primer paso en este proceso es precisamente la atribución de un nombre a cada objeto, el cual se le atribuye en virtud de una serie de características que nos permiten separar en tantas secciones como sea necesario todo el catálogo de objetos perceptibles. Así podemos identificar y explotar con fines comunicacionales las diferencias reconocibles, no solo entre lo que es ropa o comida, sino entre una camisa y un pantalón, o entre una fruta y un pescado; pero al mismo tiempo el carácter instrumental predominante en las dinámicas comunicacionales, trasciende el simple reconocimiento de las diferencias entre A y B, al implantarle a la actividad cognitiva una dirección cada vez más arraigada en el valor de la diferencia. Al atribuirle un grupo de propiedades identificatorias a cada cosa, pareciera que el nombre, la definición, o el concepto de algo, constituirá la vía por excelencia a través de la que entraremos en posesión de la forma más pura de ese algo, como si de esta manera pudiera atraparse la esencia de cualquier objeto, quedando compactada y - en términos cartesianos-  ex-cogitada.

Aunque los filósofos presocráticos ya habían hecho una distinción entre el tipo de información que nos proporcionan los sentidos, respecto tipo de información que nos proporciona nuestra capacidad intelectual, es Platón, según la tradición de la historia de la filosofía occidental, quien por primera vez formula con mayor claridad e incisión la oposición entre la idea y su manifestación material, llegando a  la conclusión de que los sentidos, la emociones, y los estados de ánimo, operan creando una especie de distorsión en la percepción de lo real, tanto por la mutabilidad intrínseca de las mismas, como por la del sustrato material al cual tienen acceso.  Como los sentidos nos muestran solo la mudable superficie de las cosas, lo que cambia, lo que degenera, y lo que nos permite apreciar el cambio, será gnoseológicamente menos importante que lo que permanece, lo que trasciende al cambio, a saber: la idea, que es lo único que permanece idéntica a sí misma. Luego, el concepto de esfera es en ese sentido puro y, por ende, más relevante y perfecto que cualquier manifestación material de los cuerpos susceptibles de ser llamados esféricos. Por eso Platón señala a la idea como el principio generador y modelador del mundo de las cosas, y si en éste nada permanece tal cual, es porque lo material tiene la propiedad intrínseca de la mutabilidad, por lo que tiende a degenerar. Por supuesto, llegado a este punto se hace extremadamente problemática la relación entre la idea y su manifestación, entre la materia y la forma, entre el concepto y la cosa, entre el noúmeno y el fenómeno, entre el espíritu y el cuerpo, entre el sujeto y el objeto.

Al calor de esta discusión, en el occidente judeocristiano, heredero de la cultura grecolatina de la cual extrajo la legitimación filosófica de sus valores idiosincráticos, fue gastándose una cosmovisión que, en términos generales, tendía a dar solución a este problema subordinando epistemológica y ontológicamente un principio al otro, y proponiendo entre ellos una conexión causal, lo cual dejó el terreno allanado para la gran popularidad de la que llegó a gozar el principio aristotélico de causa final. Así quedaron abiertas de par en par las puertas del espíritu de época al antropocentrismo en occidente. Esta escisión, y la consiguiente concepción dualista de la realidad, se convertirá durante miles de años en uno de los ejes principales de la reflexión filosófica occidental, e incluso, aun en los casos en los no ocupa el centro propiamente dicho del debate, suelen extraerse de las reflexiones en torno a esta cuestión argumentos que tributarán tangencialmente a la legitimación de posturas de carácter gnoseológico, teológico, ético, y político, dado el amplio espectro de implicaciones e interrogantes inherentes al carácter polarizador de esta polémica.

Se asiste así al nacimiento de una concepción que tendrá un impacto imponderable en la evolución del discurso filosófico, y que desbordará los marcos del mismo para verter sus aguas sobre el sentido común. En la medida en que esto fue permeando las costumbres, la tradición, la educación y demás formas del condicionamiento social, se cinceló el gran paisaje de la cultura occidental, hasta adquirir la forma poético-literaria tan sintéticamente expuesta por Antoine de Saint Exuperi en las páginas del principito: «lo esencial es invisible a los ojos».

Sin embargo, el tratamiento que se le da a la idea de Tao en el Tao Te Ching, parece sugerir un sendero completamente diferente al que aproximadamente por la misma época inaugurase con tanto éxito Platón en la filosofía griega. El tao es la imagen intencionalmente oscura, vaga, e imprecisa, con la que se señala el carácter ontológicamente prioritario de la existencia en ausencia de un sujeto del conocimiento. Esto se conoce en el taoísmo filosófico como caos primordial o primigenio. Mientras que en el imaginario occidental el caos apunta a la ausencia de orden, o a la desintegración y destrucción del orden que rige el universo, el caos primordial del cual nos hablan los filósofos taoístas remite a un estado embrionario de la existencia en el que ninguna forma se ha delineado.

«Sin nombre es el principio del universo;

Y con nombre, es la madre de todas las cosas» (Tze, 2018, p.15).

 

La forma no ha hecho acto de presencia en la existencia, y por lo tanto, ninguna forma ha adquirido primacía sobre otra. Utilizando los términos de Aristóteles: es un estado en el que toda forma es mera potencia, ninguna ha devenido acto. Se trata de un estado de indeterminación en el que el principio de individuación es una posibilidad más entre muchas. De hecho, todo es -como mucho- una posibilidad a los efectos del caos primordial. Ello quiere decir que aún no se ha afirmado el orden susceptible de ser aprehendido racionalmente, porque la razón, como instancia de la subjetividad de la que depende cualquier representación, y por tanto cualquier concepción del orden como conjunto de representaciones lógicamente conectadas, tiene su condición de posibilidad en la existencia de un sujeto del conocimiento dado, pero al tratarse de un estado de latencia, el sujeto del conocimiento esta reducido en el caos primigenio a una posibilidad más, junto a la inteligencia, al fenómeno de la conciencia, a su capacidad representacional, y al YO como experiencia vital de la singularidad capaz de reconocerse a sí misma en oposición a lo OTRO.

Si cualquier representación, como producto de la subjetividad, es algo que no ha ocurrido, pero puede ocurrir, entonces toda forma posible, todo nombre, toda definición, todo elemento con características particulares que permitan distinguirlo de otros elementos, constituirá parte del todo latente al que se refiere el caos primigenio. La ausencia del yo implica necesariamente la ausencia del otro, o lo que es lo mismo, implica ausencia de la distinción.   

La diferencia entre la connotación del caos primigenio en el Tao Te Ching, y el caos en la subjetividad colectiva occidental, se hace ahora cada vez más clara. El sentido común en la cultura occidental concibe el caos como una amenaza a la conservación del único orden relevante, es decir, aquella manifestación o momento del orden, al cual aparece asociada la posibilidad de la existencia de la conciencia en general, y más específicamente, la manifestación individual de la conciencia que todo yo supone. Cualquier alteración del precario equilibrio que sostiene la vida, tal y cual la conocemos, supondrá una amenaza terrible para la pervivencia de la conciencia.

Conciencia significa en primer lugar conciencia de nosotros mismos. Precisamente porque el yo es la forma más elemental y universal de la conciencia, la singularidad que el yo supone se percibirá a sí misma, (y a aquello de lo cual dependa la conservación de su identidad), como la más elevada manifestación de la existencia. La expresión del orden que hace posible la conservación de la existencia de la conciencia, no será percibida entonces como una expresión más del orden, sino como la única expresión del orden que debe ser reconocida en cuanto tal. Cualquier otra expresión del orden en el que las condiciones que hacen posible ya no la vida, sino la vida inteligente, la vida de la conciencia, la vida capaz de representarse a sí misma como una singularidad consciente de su singularidad, entrará -según el paradigma occidental- automáticamente en el terreno del caos.  

La escisión entre el yo y lo otro abre paso a un hecho innegable: la conciencia de sí es posible solo como oposición radical a lo otro, donde lo otro es todo lo que sea distinto del yo. De esta manera da la conciencia los primeros pasos por el sendero de la alienación, al afirmase como esencia distinta y opuesta al resto del universo: lo otro, que poco a poco irá siendo exiliado al terreno de lo ajeno, lo extraño, lo sustancialmente diferente, algo que, al ser percibido por nosotros, nos echa en cara nuestra finitud, y nos empuja a la sospecha del carácter contingente de nuestra propia existencia. Este pánico a la contingencia tiene su forma más elemental en el miedo a la muerte, y es el resorte motivacional que nos empuja colectivamente a la postulación de la idea de dios, a la articulación de paraísos, al diseño meticuloso y esperanzador de concepciones creacionistas, de las cuales nos regodeamos no solo por ser el centro, sino además, por estar hechos a imagen y semejanza de su arquitecto todopoderoso, y que, para que no quepan dudas de lo anterior, nos ha dotado a todos de un alma inmortal.

La postulación de sustancias espirituales que fungen como el recipiente de la esencia del yo, y que son eternas por su capacidad para sustraerse a la transformación a la que está sometido todo lo finito, -ese es el caso del alma- sugiere una sospechosa correspondencia compensatoria con nuestros más básicos y universales temores. La conciencia, en tanto conciencia de la finitud propia, y de todo lo representable bajo el principio de individuación, no solo observa temerosamente la manifestación de su finitud en el fenómeno de la muerte, sino que se le hace inevitable la pregunta sobre el tiempo en que ella no puede dar testimonio de su existencia. La explicación tiene dos posibles vertientes articuladoras: esto ocurre porque en realidad no existía, o porque no siempre es capaz de guardar recuerdos de su existencia previa, de hecho, el cerebro ni siquiera es capaz de conservar recuerdos nítidos, antes de los tres o cuatro años de edad. Antes de esto nuestra mente tiene grandes dificultades para acceder a la información de la memoria, y antes del parto, o del momento en el que fuimos concebidos, la existencia de la singularidad que es el yo resulta francamente inconcebible, al menos sin acudir al pensamiento mítico donde abundan andamiajes teológico-fantásticos con los que se garantiza la victoria sobre el tiempo en el que no hemos sido, y la prolongación eterna de la esencia del yo.

Así se hace patente de manera dramática el carácter contingente de la conciencia. Resulta curioso como nadie recuerda con dolor el tiempo en el cual no hemos sido, pues para poder sufrir algo, es necesario no solo ser, sino encarnar una manifestación del ser capaz de sufrir. Sin embargo, las formas tendenciales de actividad de la conciencia en la cultura occidental, presuponen un profundo apego -en primera instancia- a la capacidad de la conciencia para representarse a sí misma, de manera tal que la muerte, como ausencia terrenal del yo, genera un temor visceral, aun cuando, en rigor, ésta solo pueda traducirse en dos escenarios posibles: o bien el alma existe y el yo no desaparece del todo, o bien no existe y junto con la desaparición absoluta del yo desaparece también la posibilidad de sufrir o temer. Sin embargo, por contundente que parezca, este razonamiento no destierra de manera definitiva el miedo a la muerte.

El yo es un núcleo identitario protegido por una membrana cognitiva-sensorial capaz de convertir la información en sentido. Esta membrana le comunica y al mismo tiempo le distingue del otro. Según como opere el yo, según el tipo de condicionamiento que reciba de su cultura, y según cómo se apropie del mismo, el yo establecerá una relación más o menos armónica con su entorno. En la cultura occidental, una vez que el yo se reconoce a sí mismo como una autoconciencia singular e irrepetible, la posibilidad de un tiempo en el que se anule dicha singularidad (y su capacidad para representarse a sí misma) tiende a ser concebida como la posibilidad de un tiempo temible, pues para el yo, la nada equivale a no poder ser consciente de su propia existencia, y un tiempo en el que esto ocurra, es un tiempo aborrecible que debe ser evitado o negado a cualquier precio. De la teoría de la reminiscencia platónica, a la de la rencarnación de los hindúes, o al renacimiento de los budistas no hay demasiada distancia, pero al menos en el caso del hinduismo y del budismo se reconoce que el afán y el apego del yo a la existencia terrenal, es un paradigma negativo del cual es deseable salirse, por lo cual ambas tradiciones recomiendan orientar la actividad de la conciencia por el sendero de la iluminación, para romper de una vez la rueda del Karma y excluirnos del ciclo de las rencarnaciones o los renacimientos.

Sin embargo, al interior de los paradigmas espirituales y morales de occidente, la conciencia intentará perpetuar su existencia y proponerla como necesaria (apego), no solo porque en tanto conciencia es conciencia de su finitud, sino porque su finitud material es un obstáculo insalvable respecto a su anhelo por lo absoluto. Su afán por ser causa de sí misma, es proporcional a la desesperación que le producen las versiones menos consoladoras relativas a la cuestión de su origen, a saber: que en primer lugar es el resultado de una combinación contingente de sus condiciones de posibilidad (fuerzas cósmicas fuera de su control causaron la vida), y en segundo lugar la expresión del orden universal en el que se hace sustentable la vida (tal y como la concibe y la acepta la conciencia) es un momento efímero de precario equilibrio dentro de un universo convulso, regido por un orden necesario, pero impersonal.

Desde ese ángulo, la antítesis de un dios omnipotente capaz de juzgar como positiva e imprescindible la existencia de la criatura que más se le parece, es como mínimo, tentadora. No obstante, la idea de Tao poco o nada tiene que ver con la intención reconfortante que emana del Padre Celestial, de hecho, la intención es posicionamiento, es percepción de la realidad desde el fragmento o la parte, es precepción que se produce desde la singularidad de un punto determinado, es comprensión parcial, generada por el prisma del condicionamiento biológico y social, el cual le otorga al individuo no solo su capacidad para apropiarse de la realidad, sino las pautas específicas de tal apropiación. La intención es la finitud del yo transparentándose como inconformidad que exhorta a la acción, con la esperanza de acercarnos a lo absoluto, o a la plenitud que es la manifestación mundana de lo absoluto. La intención es la condena del ser determinado, y no hay mayor determinación del ser que la que supone la conciencia. De ahí la insistencia del taoísmo filosófico en el debilitamiento del ego.  

A diferencia del carácter marcadamente antropocéntrico de la cosmovisión judeocristiana[3]  imperante en la cultura occidental, el taoísmo filosófico toma distancia de esta postura desde el inicio. La misma introducción de la noción del caos primigenio apunta a un momento de la existencia en el que ninguna forma descolla, el orden no está determinado, y todo destino es incierto, aunque posible. Esta visión es el primer paso en la búsqueda de las claves de la reconciliación entre la existencia humana y la ineludible condición de su finitud. Con el objetivo de evitar el pánico al carácter contingente y finito de la existencia de la conciencia (y la angustia resultante), en el Tao Te Ching se empieza por considerar la manifestación del orden a la que aparece supeditada la realidad de la conciencia, como una más de las infinitas posibilidades que supone la naturaleza ontológicamente embrionaria del caos primigenio, y no como la elección privilegiada de un dios creador.

No son pocas las culturas de la antigüedad que en sus mitos fundacionales describían un estado de la existencia anterior al orden. Muchos mitos fundacionales hablan de una estructura muy básica -lo cual implica una cierta forma de orden- que da lugar a otra estructura mucho más compleja y determinada, sobre la que descansa el orden propiamente dicho. Este primer orden es el otro orden, un proto-orden primitivo y arcaico que después de cierto conflicto divino, o transición sagrada, daba lugar al orden del que formaba parte la existencia del hombre antiguo. Este puede ser entendido como un orden prexistente o caos primigenio.

Veamos los ejemplos de dos de las civilizaciones antiguas con las que mayor es la deuda cultural de occidente: Egipto y Grecia. En el Egipto antiguo se creía que ocho criaturas horribles (cuatro ranas y cuatro culebras) regían en un caos primigenio de naturaleza acuosa[4], y fueron quienes crearon a Atmun, dios arquitecto de la manifestación del orden observado por los antiguos egipcios. Los primeros Hijos de Atmun fueron Shu y Tefnut, el aire y la humedad respectivamente, y estos a su vez engendraron a Geb y Nut que representan al cielo y la tierra, y serían los responsables del advenimiento de los cuatro dioses del ciclo de Osiris, con el cual comienza a dibujarse el vínculo con el orden social.

Por su parte, el pensamiento mítico griego anterior a la antigüedad clásica, narra el origen del mundo (ordenado) a partir de un caos primigenio dominado por la figura de Urano. En algunas versiones de este mito fundacional, Urano -padre de la primera generación de titanes- se presenta como hijo de Gea (tierra), en otras su madre sería Éter (día), y según una tradición más hermética emparentada con los órficos, se le coloca como hijo de Nix (Noche). La connotación simbólica de la noche es aquí paralela a algunas imágenes del caos primigenio en el taoísmo filosófico (la noche del mundo), ya que la noche es el reino de la oscuridad donde ninguna forma es visible. En la versión más difundida de este mito fundacional -la teogonía de Hesíodo-, Urano impedía a Gea el nacimiento de sus hijos, quienes permanecían atrapados en el vientre de su madre[5]. Eventualmente Gea pide ayuda a sus hijos y Cronos -el más joven de ellos y titan que representa el tiempo- toma la iniciativa. Mientras Gea yacía con Urano, Cronos castra a su padre y libera a sus hermanos del vientre de su madre. Mas tarde Cronos desposa a su hermana (Rea) y engendra a las deidades olímpicas, pero se las tragaba al nacer por miedo a ser suplantado por sus hijos. Cerrando el ciclo de enfrentamiento paterno-filial, Rea pide ayuda a Gea, y con su apoyo, Zeus, hijo de Cronos, se rebela contra su padre junto a sus hermanos y lo derrota, estableciéndose así definitivamente su reinado en el Olimpo. De esta manera, al arcaico orden representado por las deidades telúricas sobrevino el nuevo orden sustentado por las deidades olímpicas.

Al observar detenidamente los denominadores comunes entre ambas narrativas, comienzan a revelarse las conexiones causales que solían establecerse en la antigüedad para conectar al orden con el caos primigenio. Dentro de los marcos del pensamiento mítico, las inquietudes alrededor de las que se tejen estas historias constituyeron la semilla especulativa que contenía, al mismo tiempo, la génesis de la negación de la nada, la hipótesis de la infinitud de la existencia en el tiempo, y las primeras ideas sobre el origen del mundo, el origen del orden con el que se estaba familiarizando el hombre antiguo). El caos primigenio refiere la existencia de un orden otro, y al proponerse este último como causa del orden presente, la misma relación causal podría estar codificando cierta identidad, de manera tal que el otro se hace menos ajeno, menos extraño, menos distante, y en ese sentido, menos otro.

Si bien, como hemos visto, la noción de caos primigenio no es exclusiva del taoísmo filosófico; sí podemos decir que desde sus orígenes la tradición filosófica taoísta trabajó esta idea en un sentido definitivamente ontológico. Contrario a lo que suele afirmarse en occidente sobre el carácter mítico-religioso del pensamiento oriental, la noción de caos primigenio es abordada en el Tao Te Ching desde una perspectiva parabólica y metafórica, pero a todas luces desmitologizada. De hecho, la solución del taoísmo filosófico a la escisión yo-otro, se insinúa desde el planteamiento del problema en las primeras estrofas del Tao Te Ching, y a partir del caos primordial comienza a desplegarse, adquiriendo su formulación más elaborada con la hipótesis indicada por el principio de acción a través de la inacción (wei wu wei), el cual podría resumirse como el arte, o la filosofía de vida, que apuesta por la posibilidad de explotar las potencialidades cognitivas de la inteligencia humana, en función de moldear una subjetividad más afín y preocupada por lo que la conecta con la naturaleza, que por lo que la distingue dentro de ella.

«Desde el no-ser comprendemos su esencia;

y desde el ser sólo vemos su apariencia» (Tze, 2018, p.15).

La relación entre el ser y el no ser, de la que se habla en la primera estrofa del Tao Te Ching, no es la misma de la que nos hablaba Parménides: no es la diferencia entre el ser de la existencia como ser absoluto, y la nada como negación absoluta del ser, (y por ende del conjunto virtualmente infinito de posibilidades que el ser de la existencia implica), sino que se trata de la diferencia entre el ser en concreto algo, y el no ser nada en específico; es decir: entre, por un lado, el estar determinado por la forma que reconocemos a través del nombre, (y que precisamos con el agrupamiento del conjunto de determinaciones esenciales que pretenden captar la identidad última y definitiva de un objeto dado); y por el otro, la homogeneidad irreductible de lo indeterminado, gracias a la ausencia de un ente capaz de establecer límites que den lugar a la forma, o que permitan establecer fronteras lógico-cronológicas, y espacio-temporales, socialmente aceptadas para lograr la visualización de periodos dentro de los marcos de un proceso x, permitiendo así, separar la idea de una silla de madera, de la idea de la misma silla en llamas, de la idea de cenizas.

El problema estriba en que, por regla general, la dinámica representacional de la mente le atribuye a su capacidad clasificatoria el poder para reflejar la realidad, como si la diferencia entre A y B revelara particularidades intrínsecas de sus respectivas naturalezas. Ello se traduce en que nuestra percepción de lo real suele darse como una multiplicidad de objetos congelados, petrificados, separados del flujo universal, como si la esencia de los mismos, y el límite que permite distinguirlos, hubieran sido compactados y embotellados en la asignación del nombre, en la elaboración de su definición, en la construcción del concepto.

La forma viene a ser como una fotografía que retrata el estado específico de algo en un instante determinado, de manera tal que, para representarnos el movimiento, nos veremos precisados a contemplar, en rápida sucesión, cierta cantidad de fotografías cronológicamente ordenadas, con el objetivo de conseguir –(a partir de una ilusión verosímil al estilo de la que producían los primeros aparatos cinematográficos)- una representación de la noción de proceso, o de la de transformación. Mediante este efecto primitivo pero creíble, conseguimos conectar cada elemento con otro, cada causa con su efecto, dando saltos abruptos, pero diminutos (en la medida de lo posible), entre un punto y el siguiente, hasta salvar así la distancia arbitrariamente establecida entre lo que (con igual arbitrariedad) designamos como origen, y final de algo. No obstante, sin importar la cantidad de puntos, (o de instantes fotográficos que retraten momentos o estados sucesivos de algo en el tiempo), por este camino no conseguiremos más que una relativamente decente aproximación a la noción de flujo, el cual es la característica básica de cualquier proceso.

El verdadero flujo supone un movimiento continuo y compacto en el que no hay saltos porque no hay puntos, ya que el punto es la génesis de la abstracción. Los puntos implican una colección de instantes distintos, una colección de estados separados por los límites apreciables, que son los que permiten la distinción. En sentido estricto, la noción de flujo es incompatible con la noción de punto, en la medida en que la misma noción de punto, -observada críticamente- supone la suspensión del movimiento continuo. La noción de punto puede que sea una de las manifestaciones más sutiles de la perspectiva antropomórfica imperante en las dinámicas de apropiación de la realidad, típica de una subjetividad que, disconforme no solo con la conciencia de su finitud, sino con la desproporción entre la magnitud del yo respecto a lo otro, procede a imponerle un punto de origen y un punto de disolución a prácticamente todo lo que puede percibir, reproduciendo así el esquema de observación con el que se mide a sí misma.

Ahora bien, si lo único que no cesa es el proceso de transformación continua, al cual está sometida toda manifestación fenoménica de la existencia, entonces la identidad de algo es necesariamente un estado no efímero, sino ilusorio, un momento artificialmente extraído del flujo ininterrumpido que modula al universo. Toda esencia remite pues, a la ficción de una manifestación concreta del ser, capaz de sustraerse a la transformación universal, a la que está sometido cuanto puede ser nombrado. Si nos detenemos en esta idea, observaremos que todo cuerpo, u objeto de pensamiento relativo a alguna manifestación concreta de la existencia, está constantemente cediendo su particularidad, (o el conjunto de particularidades), al que debe su identidad: está cambiando. Sin embargo, a los efectos de la capacidad representacional de la conciencia, la identidad de algo pareciera ser el fidedigno reflejo de ese algo, e incluso la forma más pura y objetiva del algo.

Antes decíamos que todo ser concreto se concibe bajo una identidad, que permite reconocer la unidad de sus elementos componentes, durante un lapso de tiempo determinado. La parte de esta afirmación que no siempre se tiene en cuenta es la del lapso de tiempo. La física contemporánea ha confirmado lo que en una brillante epifanía ya habían afirmado tanto Lao Tze como Heráclito: Ninguna manifestación material concreta de la existencia permanece, en realidad, idéntica a sí misma. Cada átomo, cada molécula, cada célula, cada partícula, o subpartícula que vibra en cualquier cuerpo (en el nuestro, por ejemplo) está en constante movimiento, y por ende, la identidad no es sino una abstracción, que hace de la similitud percibida entre varios estados específicos de un objeto, o fenómeno, una fusión lo suficientemente significativa, como para fundar sobre la representación mental que la acoge, los cimientos de su identidad.

En la línea imaginaria de la transformación perenne que modula a las múltiples manifestaciones fenoménicas de la existencia, la identidad o la esencia de algo, podría traducirse en el vínculo que se percibe como similitud de estados, el cual constituye un segmento en el que, (según los requisitos comunicacionales del sistema de relaciones sociales, los limites cognitivos de la inteligencia, y las restricciones perceptivas de nuestros sentidos), permanecen formando parte de una unidad homogénea” toda la serie o conjunto de características que le aporta a cada cosa su especificidad distintiva. Luego, la identidad es, en rigor, una abstracción que delata, tanto el carácter fundamentalmente instrumental de las formas tendenciales de actividad de la conciencia, (al servicio de comunicación y el pragmatismo), como la angustia (consciente e inconsciente) que inspira la finitud intrínseca de todo lo que puede ser representado bajo una identidad.

La ilusión de que exista algo capaz de suspender el carácter necesario del movimiento, capaz de eludir (aunque solo sea temporalmente) la ley universal del cambio perpetuo, y sus consecuencias, es una ilusión correspondiente a la sospecha de que ninguna forma permanece o, mejor dicho, correspondiente a la sospecha de que la forma, como recipiente de la esencia, es solo una ficción humana con un valor exclusivamente utilitario, a saber: que propicia la comunicación y permite el consuelo.

Pero si la forma es mera apariencia entonces el abismo que separa a la vida de la muerte, al ser humano de las especies unicelulares, y al ser en concreto del no ser nada en específico, es más el resultado de una tendencia en el mecanismo de apropiación y construcción de lo real (basada en el apego de la conciencia al estado particular de la existencia que ella encarna), que la consecuencia de una distancia objetiva e insalvable entre los estados de la existencia anteriormente mencionados. Con ello no se afirma que sea simplemente imaginaria la diferencia entre un eucalipto y un ser humano, si no que se pretende señalar las graves implicaciones de asignarle a dicha diferencia un valor mucho más significativo del que se le atribuye a la semejanza.

«Ambas cosas, ser y no-ser, tienen el mismo origen, aunque distinto nombre.

Su identidad es el misterio, y en este misterio se halla la puerta de toda maravilla» (Tze, 2018, p.15).

Por regla general, nos será menos ajeno un árbol que una roca o un mineral, es decir tanto psicológica como emocionalmente, tendemos a considerar que hay una distancia mayor entre nosotros y cualquier mineral, que entre nosotros y cualquier planta. Al mismo tiempo nos cuesta menos encontrar semejanzas entre cualquier animal y nosotros, que entre cualquier planta y nosotros. Si examinásemos brevemente el reino animal, casi cualquier insecto será considerado como más extraño que cualquier mamífero, y dentro de los mamíferos, nos costará menos identificarnos con aquellos que muestran ciertas capacidades comunicativas, y aptitudes que reconozcamos como similares a las nuestras (por excelencia: gatos, perros y simios), mientras que, para el sentido común, calificarán como menos cercanos otros mamíferos según -por ejemplo- la diferencia entre su hábitat y el nuestro,  o incluso como amenaza si el tipo de relación interespecie corresponde menos al plano de colaboración-comunicación, que al esquema presa-depredador, como es el caso de los tiburones. Por eso talar un árbol parece algo mucho menos grave que matar un perro, y atropellar un perro (tanto jurídica como éticamente) tiene menos peso que atropellar a un ser humano. Aun cuando el grado de semejanza supone más factible empatizar con cualquier ser humano que con cualquier otra especie, es altamente probable que no consideremos como extensión vital del orden aceptable (aquel sobre el que se articula nuestra identidad), a ningún ser humano anónimo, o sea, fuera de los límites impuestos por los vínculos afectivos o culturales.

En otras palabras, nuestra visión micro articulada de la normalidad y el orden, no se verá sacudida en sus cimientos por la muerte de ningún individuo (o grupo de individuos) con el que no exista previamente un vínculo de naturaleza cultural o afectiva personal, pero nos será más fácil empatizar con el sufrimiento de nuestros compatriotas (aunque no los conozcamos personalmente) que con el sufrimiento de alguna etnia de impronunciable nombre, ubicada en alguna geografía distante y extraña a nuestra cultura e idiosincrasia.

Por la misma razón si la mayoría de nosotros tiene que escoger entre lo correcto y lo justo de un lado, y por el otro el bienestar de nuestros seres más queridos (lo cuales constituyen parte fundamental de las raíces de nuestra identidad) tenderemos a sentirnos mucho más tentados por una elección avocada a la acción que beneficie a estos últimos, que por una actitud coherente con lo primero.

En la medida en la que se le otorga más peso a la diferencia, que, significado al valor de la semejanza, nuestras estructuras de apropiación de lo real generan un otro más extenso e inabarcable, un abismo más profundo e insondable que reduce sustancialmente el espacio en el que respira el yo, a la par que establece una relación de oposición que minimiza sus probabilidades de mirarse en el espejo del otro sin percibirlo como un extraño inconmensurable, al que resulta casi imposible tender puentes más allá de nuestras frágiles fantasías y desesperadas elucubraciones. Esto es lo que empuja al yo a un constante enfrentamiento con el otro. Por eso el primero siempre intenta absorber al último. El otro es concebido por el yo como lo que debe ser conquistado y poseído: todo debe ser incorporado a los dominios del yo para que sea menos evidente y dolorosa su propia finitud.

Históricamente hablando, esta ha sido la dirección más frecuente por la que han discurrido las dinámicas civilizatorias. En el empeño civilizatorio llevado a cabo por nuestra especie a través de las eras y los mares, el potencial intelectual colectivo de la mayor parte los seres humanos, ha sido explotado, generación tras generación, fundamentalmente en función de la conquista del otro y en la preservación del yo compartido[6]. Tal empeño se ha canalizado socialmente a través de dos vías que no son mutuamente excluyentes: ampliando las fronteras del conocimiento, sobre todo,  aquel conocimiento cuyo potencial utilitario matice la visión del futuro con las prebendas de una ciencia capaz de oponerse, cada vez con mayor eficiencia, a la condición de finitud que ostenta cada manifestación fenoménica de la existencia; o bien, inyectando en la cultura aquella otra quimérica esperanza que, amparada en una metafísica acomodaticia y conveniente, sirva de osamenta y cimientos a la creencia en la existencia de un algo interno e inefable que trascienda el movimiento, una sustancia eterna de naturaleza inmaterial (el alma o el espíritu) que le aporta al yo lo más vital y relevante de la singularidad que este encarna.

Probablemente seamos el único animal capaz de temer a la muerte, capaz de concebir y sufrir la posibilidad de la muerte, y sin embargo, lo que insistentemente declaramos con orgullo es que somos el único animal dotado de razón, y por regla general, a la mayor parte de nuestra especie se le da mejor emplear su inteligencia en doblegar a la naturaleza, que en comprendernos como un elemento más en la naturaleza. Tendemos a poner más empeño en recordar vanidosamente lo que nos distingue del resto de los seres vivos que en fomentar una percepción del sí mismo basada en lo que nos conecta, y por ende, nos volcamos más en preservar nuestro tiempo de vida, que en convertir nuestro tiempo de vida en una oportunidad para interiorizar el peligro de nuestra indolencia y la esterilidad cenicienta del aplauso.

 

Bibliografía

 

Ferrero, O. (1972). Tao Te Ching de Lao Tzu. Lima: Prado Pastor.

H Frankort, J. a. (2018). El pensamiento Prefilosófico I: Egipto y Mesopotamia. . México: Fondo de Cultura Económica. .

Idoeta, I. (2021). Tao Te Ching: Los Libros del Tao. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Tsé, L. (2018). Tao Te Ching. Guadalajara: Editorial Universitaria.

Tzu, L. (2018). Tao Te Ching: Libro del camino y su virtud. . La Habana: Instituto Cubano del Libro.

 



[1] La tabla publicada por Hsu-Ti-Shan y hasta hoy unánimemente aceptada, indica cómo los «brujos» y los analistas que rodeaban al rey campesino contribuyeron, cada uno por su lado, a su formación arcaica, de acuerdo con sus investigaciones, que tenían como denominador común las preocupaciones cósmicas, puesto que su asesoramiento se refería a la confección del calendario para asegurar la correspondencia armónica entre el ciclo de las estaciones y el ciclo de la vida agrícola y social. De estas dos «escuelas» habría nacido el I Ching (Libro de las Mutaciones), obra metafísica y cosmológica que luego fue usada como oráculo imperial, a través de una serie de añadiduras y elaboraciones posteriores. Del I Ching provienen las doctrinas confucianas, taoístas y la del Tao Te (Ferrero, 1972, p. 6).

 

[2] Vale aclarar que existen diferencias teóricas irreconciliables entre el taoísmo filosófico y el taoísmo religioso, cuya tardía aparición tras siglos de subsistencia en el lecho de la tradición oral, provocó la distorsión de varios principios fundamentales del taoísmo filosófico, al fusionarse con las esperanzas más pragmáticas y fantásticas del pueblo llano, dotándolo así de  una visión de la vida basada en elementos profundamente ajenos al taoísmo filosófico, como es el caso de la búsqueda de la inmortalidad por solo citar un ejemplo.

 

[3] En la que se sugiere que la razón de ser de la creación era servir al hombre

[4] El agua es una de las imágenes de lo indeterminado y lo flexible más frecuentadas en el taoísmo filosófico

[5] El vientre es el espacio donde gesta lo que podría llegar a ser, de la misma manera el vacío es considerado por el taoísmo filosófico como el recipiente de la posibilidad. En ambas concepciones lo posible es el resultado de lo indeterminado.

[6] Las idiosincrasias pueden ser consideradas como una especie de identidad compartida.