Una genealogía de la visión liberal de la pobreza

A genealogy of the liberal view of poverty

 

 

Beatriz Dávilo 1

Universidad Nacional de Rosario / Universidad Nacional de Entre Ríos, Argentina

Email: [email protected] ORCID: https://orcid.org/0000-0002-5165-2469

 

 

Recibido: 14/05/2021 Aceptado: 20/09/2021

 

Cómo Citar: Dávilo, B. (2021). Una genealogía de la visión liberal de la pobreza. Dialektika: Revista De Investigación Filosófica Y Teoría Social, 3(8), 35-53. Recuperado a partir de https://journal.dialektika.org/ojs/index.php/logos/article/view/56

 

 

 

Resumen:

Este artículo traza una genealogía de la concepción de la pobreza como carencia en el campo filosófico y político del liberalismo anglófono de los siglos XVIII, XIX y XX. Interrogamos de manera transversal textos provenientes de la literatura y la filosofía para reconstruir el suelo arqueológico de las distintas figuraciones sobre los pobres, su condición y su situación. Así se podrán identificar, a través de regularidades y rupturas, las sucesivas capas de sentido que se fueron sedimentando en el concepto de pobreza y que se reactivan de manera intermitente en el discurso público y en el imaginario de buena parte de la sociedad contemporánea.

Palabras clave: Liberalismo – Política – Pobreza – Carencia - Genealogía

 

Abstract:

This article traces the genealogy of the conception of poverty as lack, in the philosophical and political field of Anglophone liberalism, from the eighteenth to the twentieth century. We examine in an oblique way texts belonging to literature and philosophy to rebuild the archaeological ground of the diverse figures of the poor, its condition and situation. Thus, through regularities and ruptures, we will identify the successive layers of meaning deposited in the concept of poverty and reactivated intermittently in public discourse and the imagery of a significant portion of contemporary society.

Keywords: Liberalism – Politics – Poverty – Lack - Genealogy

 

Introducción

La presencia de “los pobres” en la sociedad contemporánea nos confronta con nuestra condición existencial de vulnerabilidad, cuyos efectos sobre nuestros cuerpos «como lugar público de afirmación y de exposición» definen, según Judith Butler, el modo en que nos constituimos políticamente (2006, p. 46). Sin embargo, el cuerpo profundamente vulnerable de los pobres, sometidos a las más diversas formas de violencia, ocupa la calle sin por ello entrar en la cuenta de la política. Empujados hacia los bordes del campo de lo político, en todo caso solo logran ser el blanco de estrategias de tutela cerradas a su reconocimiento como actores con voz propia.

En el mundo occidental, se arraiga cada vez con más fuerza el rechazo a los pobres, a aquellos que parecen representar un gasto social sin tener nada para ofrecer a cambio. Y si, en el siglo XXI, como plantea Adela Cortina, es indispensable darle un nombre, aporofobia, a una realidad lacerante a fin de intentar desactivarla (Cortina, 2016, p. 22), también es importante darnos la tarea de trazar la genealogía de la problematización de la pobreza, al menos a partir de la configuración de un orden liberal-burgués. Solo así podremos identificar las sucesivas capas de sentido que se fueron sedimentando en el concepto de pobreza y que se reactivan de manera intermitente en el discurso público, en las políticas sociales y en las representaciones mentales de buena parte de la sociedad.

Entre los múltiples abordajes de la pobreza que pueblan el debate contemporáneo, dos líneas de reflexión que nacen en el escenario de consolidación del capitalismo nor-atlántico se destacan por su capacidad de modelar esquemas conceptuales persistentes hasta la actualidad: la pobreza como carencia y la pobreza como despojo. En el primer caso, la identificación del pobre como aquel que carece de elementos materiales y simbólicos quedando, por tanto, atado a una situación de precariedad de la que es muy difícil salir, ha sido dominante en la tradición liberal; aunque en ella la tematización de la pobreza ha ido cediendo espacio frente a la del mercado, la competencia y el individuo, respecto de los cuales aparece como una cuestión conceptual y políticamente subordinada.

Adam Smith, por ejemplo, describe las condiciones de vida de los pobres a partir de sus carencias en materia de alimentos, vivienda, vestidos y salud: en su análisis sobre las incipientes asociaciones de trabajadores refiere a acciones desesperadas de quienes «enfrentan la alternativa de morir de hambre» (Smith, 2011, p. 112). John Stuart Mill, en el siglo siguiente, pone el foco en la falta de educación (1965, p. 208); cien años más, Friedriech Hayek le dedica al pobre “inempleable” un breve pasaje para señalar que alguna provisión de aquello de lo que carece –sin aclarar qué ni cuánto- habrá que garantizarle, en una forma que no interfiera con el mercado (Hayek, 1948, p. 121).[1]

En cuanto a la pobreza como despojo, esta conceptualización se afianza en el campo de sentido estructurado en torno a la obra marxiana y habilita una línea de reflexión política ligada a una cierta sensibilidad de izquierda.[2] Para Karl Marx el problema clave es la situación de explotación de la clase obrera: si los obreros son pobres es porque el capital extrae de ellos una porción significativa de trabajo no remunerado y fija salarios bajos especulando con un ejército de reserva dispuesto a aceptar cualquier condición de contratación. Frente a las planteos de Pierre-Joseph Proudhon –desarrollados fundamentalmente en Filosofía de la miseria- y de muchos socialistas ingleses de la primera mitad del siglo XIX, Marx advierte que no se trata de mejorar las perspectivas de progreso de los obreros aumentando la retribución, puesto que el desarrollo de las fuerzas productivas genera, en el mismo movimiento, riqueza y miseria, no solo de la clase obrera sino también de sectores burgueses que van cayendo hacia el proletariado (Marx, 1987, p. 92). Pero Marx también reconoce en esa miseria un potencial revolucionario que «terminará por derrocar a la vieja sociedad» (Marx, 1987, p. 94).

En la huella de la tradición marxiana, pero introduciendo un giro notable, Jaques Rancière nos propone rastrear en la tensión entre ricos y pobres la cifra de la política. La mera existencia de los pobres y su irrupción reclamando integrar la cuenta de las partes introduce una torsión que instituye la política a partir de un vacío: los pobres son «el reino de la ausencia», carecen de cualquier cualidad o condición que les sea propia y de la cual hayan sido despojados y les deba ser restituida, por lo tanto su sola irrupción reclamando ser escuchados es política. De ahí la radicalidad del vínculo entre la política y los pobres: el partido de los pobres no es otra cosa «que la política misma como institución de una parte de los que no tienen parte» (Rancière, 1996, p. 28).

En el mundo contemporáneo solo hay parte de las partes -mayorías y minorías sociales, categorías socioprofesionales, grupos de interés, comunidades, nos dirá Rancière-, y por eso proliferan las mediciones y las grillas para ubicar segmentos de población de acuerdo a los niveles de ingreso, las necesidades satisfechas o insatisfechas, al acceso a prestaciones garantizadas por el Estado, etc. Pero el potencial revolucionario de la miseria del que nos hablaba Marx no vendría de las reivindicaciones ligadas a esos criterios estadísticos, sino del reclamo de los pobres de entrar en la cuenta aun careciendo de cualquier cualidad que les sea propia, y precisamente por esto (Rancière, 1996, p. 33), porque allí se asienta esa disyunción radical que exhibe el vacío abierto por la distancia de la sociedad consigo misma.

En las páginas que siguen ensayaremos una genealogía de la concepción de la pobreza como carencia en el campo filosófico y político del liberalismo. La mirada estará puesta en la filosofía política y la literatura anglófonas, porque creemos que desde el siglo XVIII Inglaterra y Estados Unidos han constituido focos de irradiación cultural con una gran capacidad de proyectar no solo propuestas teóricas sino visiones de mundo que circulan a escala global e inciden en la sedimentación de conceptos, nociones e imágenes aún vigentes en el mundo contemporáneo. Esta mirada transversal sobre los discursos literario y filosófico se funda en dos cuestiones que consideramos clave: por un lado, en la perspectiva de Michel Foucault, si concebimos al pensamiento como la actividad de problematización a través de la cual los individuos se interrogan por lo que son, lo que hacen y el mundo en que viven (1994, T. IV, pp. 541-543), e intentamos abordar la tematización de la pobreza en las coordenadas de la historia del pensamiento, ambos territorios discursivos dan cuenta de esa práctica de interrogación sobre las condiciones del presente. Por otro lado, y profundizando en esta línea, el modo en que una sociedad se plantea la pobreza como problema se muestra de manera más viva en la literatura, que traduce las estructuras del sentir, como diría Raymond Williams (1998, p. 150), en su dinámica azarosa y antes de que cristalicen en instituciones, campos del saber, y sobrecodificaciones del orden simbólico.

 

Este recorrido nos permitirán, creemos, trazar un marco de inteligibilidad para el análisis de algunas figuraciones respecto de la pobreza que forman parte de cierto sentido común, y de la incomodidad e incluso la perturbación que produce la presencia de los pobres en la escena pública, percibida como amenazante para el orden de las partes.

 

La pobreza y los pobres, según Adam Smith

En el ejercicio genealógico que busca identificar los sucesivos umbrales de sentido en torno a la pobreza, el punto de inflexión a partir del cual recortamos un primer suelo arqueológico está dado por la aparición, en 1776, de La riqueza de las naciones,  de Adam Smith (1723-1790), quien en el primer párrafo de la Introducción, señala:

«El trabajo anual de cada nación es el fondo del que se deriva todo el suministro de cosas necesarias y convenientes para la vida que la nación consume anualmente, y que consiste siempre en el producto inmediato de ese trabajo, o en lo que se compra con dicho trabajo.» (Smith, 2011, p. 27)

El planteo de Smith instala una paradoja que el liberalismo al que apela como padre fundador no ha logrado resolver: por qué el trabajo, que garantiza «todo el suministro de cosas necesarias, que es lo que permitió en principio acumular bienes materiales, y que es la medida del valor,[3] genera riqueza para las naciones y pobreza para los trabajadores. La confianza insinuada por Smith en una mano invisible[4] que repararía las situaciones de carencia no se replicó en el desarrollo de las sociedades capitalistas. Y, por otra parte, los análisis sobre la inequidad dominante en la Europa que le era contemporánea se encuentran en su Teoría de los sentimientos morales, libro al que le dedicó mucho más tiempo, revisándolo y corrigiéndolo hasta el final de su vida.[5] En este sentido, tal vez cabría plantearse, siguiendo a Pierre Rosanvallon, que para Smith -hombre del siglo  XVIII, al fin y al cabo- el mercado era todavía «una idea nueva, casi virgen de toda prueba» (Rosanvallon, 2006, p. 8); o podría arriesgarse, incluso, que frente a la pobreza extrema que prolifera en el contexto de profundas transformaciones desatadas por la primera revolución industrial, Smith deposita las expectativas de superación de esta situación en la práctica libre de virtudes tales como la generosidad o la caridad tanto, o más, que en el mecanismo concurrencial del mercado.

El enfoque de Adam Smith produce un desbloqueo conceptual en torno al juego económico que hasta entonces, como dice Foucault (2007: 74), se concebía como finito. El desplazamiento de una noción de riqueza asociada a bienes singulares –los metales preciosos, por ejemplo- a otra ligada a la capacidad productiva de esa energía humana sintetizada en el trabajo permite pensar un crecimiento económico casi sin techo. Pero al mismo tiempo, ese crecimiento de la riqueza va acompañado de la pobreza de los trabajadores. Son numerosos los pasajes de La riqueza de las naciones en los que se aparece el sintagma labouring poor, en general traducido como “pobres trabajadores”, siendo pobres el sustantivo y trabajadores el adjetivo. Tal vez sería mejor renunciar a la literalidad y hablar de pobres que trabajan, para dar cuenta de lo que se plantea con frecuencia en el texto: “pobres” es lo que son en sustancia aquellos cuya condición existencial está atada al trabajo como único medio de supervivencia.[6]

El análisis de la situación de la gran masa de trabajadores ingleses a partir de su pobreza implica, creemos, un desplazamiento epistémico y político a la vez. Veinticinco o treinta años antes de la publicación del libro, la pobreza se ligaba a la mendicidad. Se trataba de una preocupación que aparecía de manera recurrente en el discurso público de la Inglaterra de mediados del siglo XVIII, y no escapaba a la mirada de las élites la condición miserable en la que vivía una altísima proporción de la población, pero se consideraba resultante de la ociosidad. En este sentido, es significativa la novela de Henry Fielding, Tom Jones, un relato de enorme difusión aparecido en 1749, en el que se despliegan nociones e imágenes que iluminan el modo en que van cristalizando  los lugares comunes en torno a la figura del pobre. Por un lado, el novelista asimila a pobres y mendigos: pobre es quien prefiere mendigar en lugar de trabajar.[7] Por otra parte, éste integra la muchedumbre, la plebe, un colectivo vasto y voluble, poco sumiso, que considera que no hay pecado ni vergüenza en el saqueo y pillaje a las propiedades de los ricos.[8]

¿De qué carecen los pobres de Fielding, entonces? En principio, de los estándares morales de los propietarios: no sienten culpa por violentar la propiedad de los ricos, al mismo tiempo que consideran una cuestión de honor la preservación mutua para evitar que se castiguen esas prácticas de pillaje.[9] Además, en tanto se dedican a mendigar en lugar de trabajar, también carecerían de la virtud de la laboriosidad.  En cualquier caso, las respuestas a la pobreza se vehiculizan a través de la caridad, que es concebida de maneras diversas, según sea vista por los ricos que dan o los pobres que reciben: para los primeros se trata de una donación voluntaria, mientras que los segundos creen que es una obligación de los que más tienen.[10]

Un cuarto de siglo más tarde, Smith propone un criterio relativo para definir a la pobreza y a la riqueza: considera que una persona «es rica o pobre según el grado en que pueda disfrutar de las cosas convenientes, necesarias y agradables de la vida» (Smith, 2011, p.64), y también advierte que por bienes necesarios entiende no sólo los que son indispensables para la mera reproducción biológica, sino incluso todo aquello cuya carencia sería considerada indecorosa de acuerdo a la costumbre del país.[11]

En segundo lugar, Smith distingue entre mendigos y pobres que trabajan, reflexionando en ambos casos sobre sus posibilidades de agencia en el ámbito de la economía. Si bien la generosidad y la caridad le ofrecen al mendigo un medio de subsistencia, este es  ocasional y se complementa con «el trato, el trueque o la compra» –los mecanismos de los que se valen «las demás personas.»[12] Por lo tanto, el mendigo de Smith no podría ser juzgado como un obstáculo para la multiplicación de la riqueza, puesto que actúa como cualquier agente económico, intercambiando lo que le sobra por lo que necesita, y alimentando de este modo la dinámica del mercado, aun cuando esto no le permita salir de la pobreza.

Más compleja es la condición de pobreza del trabajador: las numerosas referencias a los labouring poor –pobres que trabajan- ponen en evidencia las tensiones de un sistema en el que el trabajo contribuye a la acumulación de riqueza global pero no logra detener la creciente pauperización de amplias capas de la población.

Smith presenta con claridad el juego de relaciones de fuerza en el que se inscribe la pobreza del trabajador: la puja entre obreros que se asocian para obtener mejores salarios y patronos que lo hacen para entregar «tan poco como sea posible» casi siempre se resuelve a favor de estos últimos, puesto que las posibilidades de resistencia de los primeros están atadas a su subsistencia, y además la ley no los protege.

«No resulta, empero, difícil prever cuál de las dos partes se impondrá habitualmente en la puja, y forzará a la otra a aceptar sus condiciones […] Un terrateniente, un granjero, un industrial o un mercader, aunque no empleen a un solo obrero, podrían vivir durante un año o dos del capital que ya han adquirido. Pero sin empleo muchos trabajadores no podrían resistir ni una semana, unos pocos podrían hacerlo un mes y casi ninguno un año» (Smith, 2011, p. 111).

Los señalamientos de Smith sobre la paradoja de esta situación apelan a cuestiones económicas, políticas y éticas. En términos económicos, destaca que aunque a corto plazo no lo parezca, «el obrero es tan necesario para el patrono como el patrono para el obrero» (Smith, 2011, p. 111), y desmiente la creencia en que la abundancia vuelve ociosos a los trabajadores, puesto que los salarios «son el estímulo del esfuerzo, que como cualquier otra cualidad humana mejora en proporción al estímulo que recibe». De manera que lamentarse por «la retribución generosa del trabajo» es hacerlo «por el efecto y la causa de la máxima prosperidad pública» (Smith, 2011, p. 129). En relación a la política, Smith anticipa un criterio que posteriormente se identificaría como de utilidad pública: dado que los sirvientes, trabajadores y operarios constituyen la porción «más abundante de cualquier gran sociedad política», una mejora en sus ingresos nunca puede ser perniciosa en tanto «lo que mejore la condición de la mayor parte nunca puede ser considerado un inconveniente para el conjunto» (Smith, 2011, p. 126).[13] Finalmente, hay un principio de justicia que no puede ignorarse: «es justo que aquellos que proporcionan alimento, vestido y alojamiento para todo el cuerpo social reciban una cuota del producto de su propio trabajo suficiente para estar ellos mismos adecuadamente bien alimentados, vestidos y alojados» (Smith, 2011, p. 126).

En este sentido, Smith diagnostica con mucha agudeza el comportamiento social frente a la pobreza: indiferencia o desdén son las actitudes más frecuentes frente a un fenómeno que se naturaliza y se vuelve invisible. En la Teoría de los sentimientos morales, ubica al pobre en la escena de la muchedumbre –como en Fielding-, pero para señalar su invisibilización: «El pobre va y viene desatendido, y cuando está en el medio de una muchedumbre se halla en la misma oscuridad que cuando se encierra en su propio cuchitril», y «los alegres y disipados», los «afortunados y orgullosos» apartan los ojos de él y «se asombran ante la insolencia de la ruindad humana, que osa exhibirse ante ellos y pretende perturbar la serenidad de su felicidad con el asqueroso aspecto de su miseria» (Smith, 1997, p. 125).

En síntesis, podría decirse que los planteos de Smith son una pintura clara de una sociedad que no puede procesar la presencia de la pobreza, al tiempo que definen de manera liminar tópicos de discusión que se mantendrán en los siglos posteriores, aun con valoraciones diversas: la asociación con la carencia –un campo de sentido ya por entonces estabilizado en los diccionarios de la época-,[14] la necesidad de inscribir las consideraciones sobre la carencia en coordenadas situacionales, el análisis del comportamiento de los pobres en términos de agentes económicos, la importancia de mejorar sus condiciones de vida. Cuestiones éstas que nutren el suelo discursivo del liberalismo decimonónico, que en el contexto de consolidación y expansión del capitalismo va a comenzar a recortar la pobreza como un campo de intervención.

 

El liberalismo decimonónico y su diagnóstico de la pobreza

Las dificultades de la sociedad inglesa para procesar la existencia de la pobreza persisten en el siglo XIX. Charles Dickens, por ejemplo, habla de una caridad telescópica, que destina esfuerzos enormes a los pobres de África pero no ve, o no quiere ver, lo que ocurre en su propio entorno (Dickens, 2003b, p. 36), confirmando lo que Smith había advertido casi cien años antes: que la presencia de los pobres incomoda. En este escenario, no escapa al liberalismo que ese orden social, que, como dice Terry Eagleton, «celebra la soberanía y la fuerza de voluntad del individuo de un modo arrogante» está descontrolado y «ninguno de sus creadores es capaz de dominarlo.» (Eagleton, 2009, p. 191).

En este contexto, el suelo arqueológico de la problematización de la pobreza en el campo del liberalismo inglés se consolida en articulación con una racionalidad gubernamental regida por un principio de autolimitación que implica gobernar lo menos posible (Foucault, 2007, pp. 29-30). Esta lógica implica trazar una línea clara entre aquellas cuestiones en las que el gobierno puede intervenir, y que por lo tanto forman parte de su agenda, y aquellas respecto de las cuales no debe, y que por lo tanto quedan del lado de la non agenda. En relación a la pobreza, la vía de intervención se abre camino a través de la Poor law de 1834, una ley que crea alojamientos para los pobres,  a cambio de la obligación de trabajar, y opera como un mecanismo de disciplinamiento y control social, más que como un paliativo de la situación ominosa en la que vive una gran porción de la población.

Pero el tratamiento liberal del tema de la pobreza también se configura en un espacio polémico, alimentado en muchas ocasiones por los efectos de la Poor Law, en el cual las críticas al sufrimiento humano causado por las transformaciones económicas dominantes abundan a mediados del XIX, y son analizadas por pensadores ligados a líneas teóricas muy diversas: conservadurismo, romanticismo, izquierda –marxista y no marxista. En el marco del pensamiento romántico, Thomas Carlyle advierte que la mencionada ley solo puede ser una solución transitoria, pero lo que hay que discutir son las causas profundas que hicieron que los salarios fueran fijados a través de la ley del más fuerte, la ley de la oferta y la demanda, la ley del laissez-faire y otras leyes y ‘no-leyes’ ociosas.[15]

Los conservadores deploran los resultados del orden liberal burgués, y depositan sus expectativas en una regeneración de la aristocracia que la vuelva capaz de conducir a las clases subalternas. A Benjamín Disraeli, por ejemplo, le preocupa profundamente que en Gran Bretaña convivan dos naciones, una de ricos y otra de  pobres, y considera que la pobreza se ha acrecentado con las transformaciones económicas de los siglos XVIII y XIX, que solo han permitido que se beneficiaran las élites –whigs- encaramadas en el poder.[16] 

Y en el discurso de izquierda, se destaca, obviamente, La situación de la clase obrera en Inglaterra, de Friedrich Engels, que ofrece no solo un cuadro impresionista de viviendas lúgubres, camas que no alcanzan a enfriarse y niños que se mueren en brazos de sus madres, sino también análisis de las causas estructurales, como la tendencia a la baja del salario que tiene como uno de sus requisitos la disminución del precio de los alimentos, y la expansión creciente de un ejército de desocupados, por ejemplo. Engels deja en claro que la  pobreza es una consecuencia necesaria de las instituciones sociales existentes, desarrolladas en el marco la lucha de clases que opera como una guerra en la cual si «el capital, la posesión directa o indirecta de los medios de subsistencia, son el arma con que se lucha, es evidente que todas las desventajas de tal situación recaen sobre el pobre» (Engels, 2020, p. 82).

Frente a estos interlocutores, el liberalismo, entonces, asume que es ineludible hacerse cargo del problema de la pobreza, y si bien no se define todavía con claridad los contenidos de la intervención, la tarea es en principio asumida no tanto por el Estado sino por agrupaciones de procedencia religiosa o laica integradas por particulares y con formas de organización institucional autorregulada. Así prolifera una multiplicidades de asociaciones caritativas, ficcionalizadas con ironía por Wilkie Collins en La piedra lunar: Sociedad de Damas de Caridad, Sociedad de Damas de Beneficencia, Liga de Madres para la Confección de Pantalones Cortos, Sociedad Supervisora de los Amantes Dominicales de las Criadas de las Damas Británicas (Collins, 2011, passim), en general sostenidas en un criterio tutelar respectos de pobres cuyo status moral está en tela de juicio.[17]

En el relato de Collins queda claro, además, el vínculo entre las mujeres y la caridad: las de clase alta son agentes de intervención, y las de clase baja, objeto de intervención. Esto, además, en un esquema patriarcal que subtiende el desarrollo del capitalismo y que juega con la ubicación y el desplazamiento de mujeres y hombres en función de las necesidades económicas. Así, se multiplican las «sociedades maternales para el confinamiento de mujeres sin recursos, sociedades para el rescate de magdalenas arrepentidas, sociedades firmemente resueltas a situar a las mujeres pobres en los puestos ocupados por hombres pobres, dejando a éstos a la buena de Dios» (Collins, 2011, p. 63)

En relación a los estándares morales que prevalecen en el horizonte social de la pobreza, la llamada novela realista contribuye a la cristalización de un estereotipo: los pobres se caracterizan por su desidia, holgazanería, promiscuidad, vicios. En este sentido, Charles Dickens –quien, como señala Terry Eagleton (2009, p. 211), no fue un revolucionario pero sí un reformista impetuoso e incansable- pinta un cuadro inquietante acerca de los personajes que pueblan el teatro de la pobreza, tanto en lo que refiere a las costumbres y prácticas de quienes son pobres, como a las actitudes y prejuicios de quienes no lo son.

En La casa deshabitada, por ejemplo, presenta con dureza las costumbres de los pobres, poniendo en boca de uno de ellos –trabajador, no mendigo- el reconocimiento de sus malos hábitos: «estuve borracho tres días y de haber tenido dinero me habría emborrachado cuatro […] ¿Qué cómo tiene mi mujer ese ojo amoratado? Porque le dí un puñetazo» (Dickens,2003b, p. 94). Y en Oliver Twist describe los claroscuros de una trama delictiva que capitaliza las necesidades de los pobres, anticipando la asociación entre pobreza y delito, hoy dominante en el sentido común: el judío Fagin comanda una red que entrena a los niños en las artes del robo, mientras los adultos varones pobres hacen los trabajos más violentos, valiéndose de una mujer, Nancy, a la que someten para que obtenga información de las casas de las familias ricas (Dickens, 2003a, p. 319).

Nancy es el epítome de la biografía de los pobres, en la perspectiva decimonónica: víctima de un pasado al que mira horror, la posibilidad de cambio le llega demasiado tarde, cuando ya las redes de la pobreza han capturado su vida y la única alternativa de salida es una muerte virtuosa.[18] Este pasaje de Oliver  Twist hace visibles dos cuestiones significativas: que, para la sociedad, en la historia personal de los pobres no hay nada valioso para rescatar, de ahí el aborrecimiento que le produce a Nancy su propio pasado. Por otra parte, el chance que se le ofrece es trasladarse para emprender un nuevo comienzo en un lugar lejos de Londres, fuera de Inglaterra, incluso, si lo desea, dejando al lector con la sensación que no hay redención social viable en el orden liberal-burgués que gestó las condiciones de vida de tantas Nancy.

En este sentido, Dickens capta la relación de inconmensurabilidad que separa de manera abismal a los pobres de quienes no lo son; y en La casa deshabitada reconoce las solidaridades que se tejen en el marco de la pobreza, haciéndole decir a la protagonista: «Me parece que a nosotros se nos oculta casi el lado mejor de esta clase de personas. Se sabe muy poco lo que el pobre es para el pobre. Solo ellos y Dios lo conocen» (Dickens,2003b, p. 97). Pero quienes no son capaces de ver el lado mejor de los pobres consideran que en ellos no hay nada que rescatar, y este es un presupuesto frecuente en las prácticas de intervención, intrusivas y avasallantes, descriptas por el autor: se interviene diluyendo cualquier frontera entre lo público y lo privado, dejando entrever que el estilo de vida de los pobres no se ha ganado el derecho a la intimidad. De allí las modalidades de esa filantropía rapaz (Dickens,2003b, p. 89), ejemplificada en el personaje de Mrs. Pardiggle, que encara la visita a un hogar pobre como si fuera una excursión, rodeada de sus cinco hijos y dos visitantes a las que quiere mostrarles el espectáculo de la pobreza. El dueño de casa se queja: «A ver si se acaban estas libertades de meterse por mi casa», pero Mrs. Pardiggle se muestra impertérrita: «Aquí me tenéis otra vez. Ya recordaréis que os dije que no me venceríais por cansancio. Me gusta el trabajo duro, y lo que yo digo, lo hago» (Dickens, 2003b, p. 94).

Esta atmósfera política y cultural motiva reacomodamientos en el campo de reflexión liberal, exhibidos con claridad en los análisis de John Stuart Mill, quien intenta hacer frente a los desafíos económicos y éticos que presenta la existencia misma de la pobreza. En la trayectoria intelectual de Mill, además, se ve con claridad la importancia de poner en diálogo a la filosofía y la literatura: afirma que tras la crisis mental que lo afectó a los veintiséis años, fue el contacto con el arte y con la literatura romántica lo que le permitió superar ese momento aciago (Mill, 2008, p. 169-176). A través de esta experiencia Mill relee el legado de Bentham y de su padre, James Mill, y produce un giro significativo en la autocomprensión a través de la cual el liberalismo se observa a sí mismo como tradición filosófico-política.

En este sentido, Mill vuelve su mirada hacia las fuentes, en especial Adam Smith, para examinar bajo una nueva luz el ámbito de la producción y el problema de la distribución, distinguiendo claramente las circunstancias que inciden en ellos. En relación a la producción, admite que hay leyes que limitan las posibilidades de acción humana, puesto que se desenvuelve en un mundo de elementos externos a los individuos, y cuya constitución impone condiciones que, en el grado en el que se encuentra el conocimiento humano al momento en que Mill escribe, no pueden ser modificadas. La distribución, en cambio, es el resultado de instituciones sociales, y por lo tanto la humanidad puede hacer, individual o colectivamente, lo que quiera. Lo resultante de la producción puede ser puesto a disposición de quien quiera y en los términos en que se desee (Mill, 1965, pp. 199-200). Incluso aquello que un individuo produce por sí solo, sin ayuda de nadie, solo puede ser conservado en tanto el orden social así lo permita a través del empleo y pago de gente que se ocupa de evitar que sea perturbado en su posesión,[19] porque en definitiva es la seguridad, que solo se establece en el marco de las instituciones políticas, la que actúa, como diría Foucault, a través del cálculo de costos necesarios para el disfrute de los derechos (Foucault, 2007, p. 85) –en este caso, el de propiedad.

En principio, Mill define como injusticia el hecho que algunos hayan nacido en la riqueza y la mayoría en la pobreza, sin por ello poner en discusión la propiedad privada:

«La noción de que era posible ir más allá en la lucha contra la injusticia, pues injusticia hay implicada –se admita o no se admita que pueda remediarse por completo- en el hecho de que algunos nazcan ricos y de que la inmensa mayoría nazca a una vida de pobreza, me parecía entonces quimérica» (Mill, 2008, p. 241).

La solución, entonces, pasa por la educación: la principal carencia de los pobres es educativa y se manifiesta en una falta de previsión para planificar un orden familiar, por lo tanto «solo confiaba en que mediante una universal educación que llevase a restringir voluntariamente la natalidad, la proporción de gente pobre disminuyese hasta alcanzar un nivel más tolerable.» (Mill, 2008, pp. 241-242)

Con el paso de los años, Mill reconoce que la revisión de sus propias posiciones –y de la tradición liberal-utilitarista en la que se ha formado- ha motivado un cierto desplazamiento desde la democracia hacia el socialismo: si al principio «o era un demócrata, pero de ningún modo un socialista» con el tiempo el ideal de progreso de la filosofía de Mill, y que él reconoce que se va reformulando gracias a la mirada lúcida de su compañera, Harriet Taylor, excede los límites de los planteos de los demócratas, ubicándolo «decididamente bajo la denominación de socialistas»

(Mill, 2008, p. 242).

No obstante, Mill rechaza lo que caracteriza como propio del socialismo, la tiranía de la sociedad sobre la individualidad, y articula su mirada sobre la propiedad con la necesidad de contar con puntos de apoyo para resguardar a los individuos de la opresión política. ¿Cuál es entonces la clave de una reforma que permita superar la injusticia de que algunos nazcan ricos y la mayoría esté condenada a una vida de pobreza? La educación como pieza  fundamental de una transformación subjetiva: puesto que no hay obstáculos en «la constitución esencial de la naturaleza humana», «la educación, el hábito y el cultivo de los sentimientos lograrán que un hombre común labre o teja por su país con la misma determinación con la que lucha por él» (Mill, 2008, p. 243). En síntesis, se trata de la apuesta por una gran reforma cultural a través de una profunda mutación subjetiva que permitirá, como señala Eldon Eisenach, que la conciencia de sí de actores autoreformados alimente los cambios a escala societal (Eisenach, 2002, p. 174).

 

La renovación liberal del siglo XX y las miradas sobre la pobreza

A partir de  la crisis financiera de 1929 se produce una renovación significativa en el ámbito del pensamiento liberal, tanto en el plano conceptual como en el político. La alianza tejida entre liberalismo y capitalismo durante el siglo XIX se ve sacudida por el crack de la bolsa de New York y la secuela de efectos ulteriores, desacomodando el espacio teórico que explica el desarrollo  de las sociedades –occidentales, al menos- a partir de una expansión económica regida por la lógica concurrencial del mercado (Audier, 2012, pp. 61-63).

En este escenario, los ensayos de revisión del liberalismo, actualmente etiquetados por comodidad como neoliberalismo, configuran más bien una nebulosa, como dice Audier, que una corriente teórica, conceptual y política claramente definida. En 1938, se desarrolla en París el Coloquio Walter Lipmann,[20] considerado por muchos uno de los primeros mojones en el territorio intelectual y político ahora caracterizado como neoliberal. Sin embargo, allí se presentan propuestas muy diversas. Tenemos, por un lado, a los alemanes Wilhelm Röpke, y Alexander Rüstow, cuyas teorizaciones abonan lo que luego se conocerá como economía social de mercado, que sostienen que alguna intervención en la economía se le debe conceder al Estado, para evitar la concentración de riqueza y garantizar la competencia, contemplándose incluso, en el repertorio de medidas posibles, el impuesto a la herencia. En esta perspectiva, se plantea que el liberalismo debe recuperar su espíritu ético, que hunde sus raíces en John Locke y en Adam Smith, generando para cada generación las condiciones de radical «justicia en el punto de partida» (Audier, 2012, p. 427).

Por otro lado, están los representantes de la Escuela Austríaca, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, mucho más reacios a la intervención estatal en la economía, que hacen una apología del mercado y la competencia. En las discusiones que tienen lugar durante el Coloquio, von Mises incluso no duda en reivindicarse paleoliberal si lo que trata de impulsar la renovación del liberalismo es alguna intromisión estatal en el orden económico (Audier, 2012, p. 156).

Esta vertiente austríaca es clave para analizar el neoliberalismo norteamericano, en la medida en que la migración de von Mises y Hayek a Estados Unidos en la segunda posguerra los va a acercar a pensadores como Milton Friedmann y otros miembros de la llamada Escuela de Chicago, y ese intercambio será fundamental para darle forma a un campo de sentido neoliberal en Norteamérica, luego proyectado a escala planetaria. En el marco de los logros que acredita el Estado de Bienestar en los treinta años posteriores a 1945, el discurso neoliberal va sedimentando imágenes que caracterizan las prestaciones de la seguridad social como paternalismo, la política fiscal como confiscatoria, y la administración welfarista como onerosa para el conjunto de la sociedad. Frente a estos rasgos negativos, la alternativa se pone del lado de un individualismo extremo y una responsabilización de cada individuo por su destino de pobreza o riqueza, según los esfuerzos que esté dispuesto a hacer para capitalizarse y generar ingresos.

En este sentido, Camino de servidumbre, de Hayek, publicado en 1944 cuando  aún vivía en Inglaterra, es un texto fundamental para comenzar a trazar el itinerario de la problematización de la pobreza en el liberalismo y el neoliberalismo norteamericanos. En este texto, la pobreza ocupa un lugar importante en el análisis de las derivas totalitarias de la intervención estatal, en un escenario todavía atravesado por la guerra. El problema es que las restricciones a las libertades ciudadanas impuestas en ese contexto sientan un precedente que suele ser reactivado cuando ya ha desaparecido la causa (Hayek, 2008, p. 76).[21] Y es en un esquema valorativo que ubica a la libertad sobre cualquier otro derecho que la pobreza es recortada como problema: Hayek no desconoce la desigualdad de oportunidades que un régimen de competencia ofrece a un pobre con respecto a un rico, pero esto «no impide que en esta sociedad el pobre tenga mucha más libertad que la persona dotada de un confort material mucho mayor en una sociedad diferente»  (Hayek, 2008, p. 192).

Lo que la gente supone que son las «bendiciones de un Estado social paternalista» tiene como contrapartida un exceso de regulaciones que condicionan la vida individual y colectiva. Así, gradualmente

«el soberano extiende su brazo a toda la sociedad; cubre su superficie con una red de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales incluso los espíritus más originales y vigorosos no podrían hacerse notar y elevarse por encima de la masa; no quiebra las voluntades sino que las debilita, las dirige, raramente constriñe a obrar, pero se esfuerza continuamente en impedir que se actúe; no destruye, pero impide que se cree» (Hayek, 2008, pp. 78-79).

En el balance, para Hayek no quedan dudas sobre la superioridad del régimen de competencia, en el cual si bien es cierto que «la probabilidad de que un hombre que empieza pobre alcance una gran riqueza es mucho menor que la que tiene el hombre que ha heredado propiedad, no sólo aquél tiene alguna probabilidad», además es el único «donde aquél sólo depende de sí mismo y no de los favores del poderoso» (Hayek, 2008, p. 192).

El juego de la libertad y la autonomía individual versus la pobreza que reclama redistribución y lo único que obtiene a cambio es manipulación es el telón de fondo de muchos planteos, no solo filosóficos sino también literarios. En La rebelión de Atlas. Ayn Rand –escritora y filósofa nacida en Rusia en 1905 y emigrada a Estados Unidos en 1925- narra lo que podríamos caracterizar como la insurrección de los talentosos y autosuficientes contra el Estado intervencionista y paternalista. Fue leída por millones de personas –algunos dicen que en la década del ’80, ocupó el segundo lugar en el ranking norteamericano, solo superada por la Biblia. Publicada en 1957, está ambientada en los Estados Unidos del New Deal, y pinta una escena social dividida entre empresarios parásitos del Estado, que no toman riesgo y se valen de la intervención estatal para enriquecerse, pobres ociosos que se amparan en la protección estatal y políticos que ven en la pobreza una reserva de votos: «¿Quién no tiene estos días parientes pobres? Todo ello asciende a unos cinco millones de votos. Quise decir de personas.» (Rand, 2007, p. 439).

En rebelión contra ese orden, un filósofo y científico, John Galt, induce el colapso de la sociedad welfarista con la sola retirada de los talentosos y emprendedores. Lentamente va convenciendo a científicos, artistas, empresarios, filósofos, pero también trabajadores altamente calificados, responsables en sus tareas y que no esperan del Estado una actitud paternalista, a dejar todo e instalarse en un lugar desconocido e inaccesible para el mundo exterior. Gracias a su inteligencia, creó la tecnología para un emplazamiento ubicado entre las montañas del estado de Colorado donde no es detectado ni por el ojo humano ni por los radares.

Ese enclave utópico donde cada uno se dedica a producir según sus habilidades y a intercambiar con los demás según sus necesidades, es la demostración de la posibilidad de un orden espontáneo y autorregulado. Allí no hay estado, pero todo funciona como un aceitado engranaje que no tiene otro motor que el talento y el interés individuales: sin «leyes, ni disposiciones ni organización formal de ninguna clase» (Rand, 2007, p. 773), hombres y mujeres evitan recaer en el tipo de sociedad de la que habían huido. Para ello se prohíbe la palabra “dar”, porque comprar y vender se considera el mecanismo más justo para acceder a lo que se necesita. El símbolo del dólar identifica a lo producido en ese lugar, reafirmando la centralidad del dinero, en sintonía con el planteo de Hayek sobre su rol como «uno de los mayores instrumentos de libertad que jamás haya inventado el hombre», que «abre un asombroso campo de elección al pobre, un campo mayor que el que no hace muchas generaciones le estaba abierto al rico» (Hayek, 2008, p. 179).

Algo similar plantea, por esos años, Milton Friedman, quien dice que si se logra acordar que la pobreza debe ser remediada, ese remedio debe tener la forma de dinero en efectivo, porque así además de mejorar la situación de los pobres, se contribuye a fortalecer el mercado. Friedman confiesa incluso su preferencia por la caridad pública o privada, frente a los esquemas paternalistas de protección implementados por el Estado, que no subsidian al pobre en tanto pobre, sino en tanto granjero, trabajador, feriante, introduciendo una profusión de medidas distorsivas en relación al buen funcionamiento del mercado. En cualquier caso, el argumento que sostiene la ayuda a los pobres se inscribe en la lógica del individualismo egoísta: me angustia ver la pobreza y por lo tanto me beneficia su alivio (Friedman, 1982, pp. 190-191).

Este discurso sobre la pobreza se ve interpelado por el libro de John Rawl, Teoría de la justicia, publicado en 1971. En un campo de reflexión tan variado y heterogéneo como es el del liberalismo estadounidense, en el que “liberal” en política identifica al cuadrante ubicado hacia el centro-izquierda, el planteo rawlsiano sacude al espacio del liberalismo más ligado a la defensa de la competencia y la propiedad privada. Los dos principios básicos que establece Rawls para construir su teoría de la justicia –un esquema de derechos para cada individuo tan extenso como sea compatible con uno similar para todos los demás, y la aceptación de desigualdades solo en la medida en que pueda esperarse razonablemente que sean ventajosas para todos y se vinculen a empleos y cargos asequibles para todos (Rawls, 1993, p. 82)- contemplan la necesidad de reconocer la incidencia de la pobreza en las posibilidades de disfrute de los derechos.

Rawls entiende que la pobreza y  la ignorancia afectan el valor de la libertad, pero en virtud de esos dos principios «la estructura básica habrá de configurarse de  modo que maximice, para los menos aventajados, el valor que tiene el esquema total de libertad equitativa compartida por todos. Esto define el objetivo de la justicia social» (Rawls, 1993, p. 237).

El impacto producido por el texto de 1971 es notable, al punto que Robert Nozick –representante del pensamiento libertariano-, defendiendo una teoría retributiva de la justicia por oposición al carácter redistributivo que según él exhibe la perspectiva rawlsiana, reconoce que en ese libro hay una reflexión vigorosa, profunda y sutil, después de la cual «los filósofos políticos tienen que trabajar según la teoría de Rawls o bien explicar por qué no lo hacen» (Nozick, 2012, p. 183).

Sin embargo, Nozick, en defensa de un Estado mínimo, cuestiona la noción de justicia distributiva porque sostiene que solo la irregularidad en los procedimientos de distribución, y no la desigualdad en relación a la riqueza, justificaría una redistribución. Fuera de estas condiciones, la redistribución es una forma de paternalismo (Nozick, 2012, p. 40).

En síntesis, podríamos decir que de Adam Smith a Robert Nozick, el diagnóstico liberal de la pobreza fue abandonando la reflexión sobre las tensiones inherentes al sistema económico, para centrarse crecientemente en la responsabilidad de los pobres, cuya configuración subjetiva es analizada a partir de lo que se consideran carencias: carecen de espíritu emprendedor, carecen de voluntad para constituirse a sí mismo en fuentes de formas diversas de capital –intelectual, físico, emocional-, carecen del impulso individual de autonomía y se recuestan en el paternalismo estatal. Se trata, en definitiva, de un diagnóstico tranquilizante para quienes, como diría Smith, no quieren ver perturbada la serenidad de su felicidad con el asqueroso aspecto de la miseria.

 

Conclusiones

Como vemos, para la década de 1970 ya van cristalizando muchas de las representaciones de la pobreza que dominan la escena contemporánea: individualismo extremo que justifica responsabilizar a los pobres por su situación, a la vez que desentenderse de su sufrimiento, enjuiciamiento de la pobreza por las cargas que le impone a la sociedad, identificación de cualquier reclamo al Estado con una lógica paternalista que implica recostarse en las protecciones de la seguridad social y desligarse de las exigencias derivadas de la gestión autónoma de la propia vida. Sin duda, estas representaciones se fueron expandiendo a través de la compleja maquinaria semiótica del capitalismo, que en los últimos años se vio reforzada por las tecnologías en red –facebook, twitter, instagram-, y es tal vez en estas alcantarillas de los lenguajes públicos donde aparecen más desembozadamente la aporofobia y el discurso del odio al pobre analizados con tanta lucidez por Adela Cortina. En este marco, el desafío más dramático que enfrenta la democracia es que el odio se ha convertido, como señala Gabriel Giorgi, en un modo de enunciar nuevas formas de subjetivación política (2018, p. 57) sostenidas en una dimensión emotiva que parece autorizar una lógica de autorreferencialidad y egoísmo extremos. Hoy más que nunca una porción creciente de la sociedad pretende, como diría Rancière, expulsar a los pobres a la noche del silencio en la cual sus voces no cuentan más que como un ruido animal que expresa agrado o sufrimiento (1996, p. 36). Por eso la apuesta estratégica es producir escenarios polémicos que ubiquen en el centro de la escena el litigio por la igualdad radical de los que no cuentan en la cuenta de las partes.

 

Referencias

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Williams, Raymond (1998). Marxismo y literatura. Barcelona: Península [1977].

 

 

 



[1] « […] in modern society we must take it for granted that some sort of provision will be made for the unemployed and the unemployable poor. All that we can usefully consider in this connection is not whether such provision is desirable or not but merely in what form it will least interfere with the functioning of the market» (Hayek, 1948, p. 121)

[2] Entendemos por “sensibilidad de izquierda” a una cierta configuración de significaciones ligadas a la condena de las situaciones de opresión que se vinculan, aún a través de una revisión crítica, a los aportes de la tradición marxista. Se trataría, siguiendo a Raymond Williams (1998, p. 150-164), de un horizonte de sentido recortado en la confluencia de la experiencia contemporánea de las luchas que tienen por blanco formas opresivas derivadas del orden establecido, y la latencia de nociones, conceptos y prácticas forjados en aquella tradición, que proveen un marco de inteligibilidad a esas luchas.

[3] En el capítulo 5 del libro 1 del mencionado texto dice Smith: Toda la riqueza del mundo fue comprada al principio no con oro ni con plata sino con trabajo”, y «el trabajo es la medida real del valor de cambio de todas las mercancías.» (2011, p.  65)

[4] Cabe aclarar que en el texto original en inglés no se habla de “la mano invisible del mercado”. El párrafo habla de un individuo que cuando invierte su capital en una determinada actividad económica y produce un mayor valor, solo busca su propia ganancia, y haciendo esto se ve conducido por una mano invisible que promueve un fin que no era parte de sus intenciones. Reproducimos el pasaje: «By preferring the support of domestic to that of foreign industry, he intends only his own security; and by directing that industry in such a manner as its produce may be of the greatest value, he intends only his own gain, and he is in this, as in many other cases, led by an invisible hand to promote an end which was no part of his intention. Nor is it always the worse for the society that it was no part of it. By pursuing his own interest he frequently promotes that of the society more effectually than when he really intends to promote it. » (Smith, 1904, I, p. 421). En la traducción de Carlos Rodríguez Braun leemos: «[…] al orientar esa actividad de manera de producir un valor máximo él busca sólo su propio beneficio, pero en este caso como en otros una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos» (Smith, 2011, p. 554). Con esto no queremos decir que la figura de la mano invisible del mercado sea forzada o no se puede desprender de este pasaje, sino simplemente que no es literal en el clásico smithiano.

[5] Carlos Rodríguez Braun sostiene: «La preocupación de Smith por las cuestiones morales se refleja no sólo en que consideró que la Teoría [de los sentimientos morales] era un libro superior a la Riqueza sino en que siguió trabajando en la primera mientras le quedaron fuerzas, e introdujo abundantes cambios en la sexta edición, publicada poco antes de su muerte.» (en Smith, 1997, p. 12). Coincidimos, por lo demás, con Rodríguez Braun (íd., p. 8) en situar a Smith en el territorio de la filosofía moral,  más allá del modo en que la constitución del campo disciplinar de la economía buscó en él, y particularmente en La riqueza de las naciones, los cimientos de una ciencia económica: «la Riqueza se iba a convertir en el punto de partida de una ciencia autónoma que iba a reivindicar una absoluta independencia de la moral»  (íd., 23).

[6] En la versión en inglés del libro de Smith, The wealth of nations (1904), encontramos dos veces la palabra workers, ambas en citas a pie de página, y dos veces el sintagma working people. En la versión en español que manejamos, traducida y presentada por Carlos Rodríguez Braun –que recoge de manera completa los libros primero, segundo y tercero, y de manera parcial los libros cuarto y quinto- labouring poor se traduce como trabajador pobre. En algunos pasajes se omite labouring y se habla solo de pobres (por  ejemplo, en la página 122, 77 en el tomo I de la versión inglesa), en otros se traduce labouring poor como “los trabajadores más pobres” (página 125, 80 en el tomo I de la versión inglesa), o como pueblo trabajador (página 129, 83 en el tomo I de la versión inglesa). La traducción en sí misma podría ser objeto de un análisis sobre las concepciones de la pobreza, pero es un eje que escapa al objetivo de este artículo.

[7] «those who had rather beg than work» (Fielding, 2008, p. 8).

[8] Fielding describe con ironía a la masa de pobres que componen la plebe: «By the poor here I mean that large and venerable body which, in English, we call the mob. Now, whoever hath had the honour to be admitted to any degree of intimacy with this mob, must well know that it is one of their established maxims to plunder and pillage their rich neighbours without any reluctance; and that this is held to be neither sin nor shame among them» (Fielding, 2008, p.  377-378).

[9] «as they conclude that there is no manner of guilt in such depredations, look upon it as a point of honour and moral obligation to conceal, and to preserve each other from punishment on all such occasions» (Fielding, 2008, p. 378).

[10] «the world are in general divided into two opinions concerning charity, which are the very reverse of each other. One party seems to hold, that all acts of this kind are to be esteemed as voluntary gifts, and, however little you give (if indeed no more than your good wishes), you acquire a great degree of merit in so doing. Others, on the contrary, appear to be as firmly persuaded, that beneficence is a positive duty, and that whenever the rich fall greatly short of their ability in relieving the distresses of the poor, their pitiful largesses are so far from being meritorious, that they have only performed their duty by halves, and are in some sense more contemptible than those who have entirely neglected it. To reconcile these different opinions is not in my power. I shall only add, that the givers are generally of the former sentiment, and the receivers are almost universally inclined to the latter» (Fielding, 2008, p. 443).

[11] «By necessary I understand, not only the commodities which are indispensably necessary for the support of life, but whatever the custom of the country renders it indecent for creditable people, even of the lowest order, to be without» (Smith, 1904, II, p.354). Este pasaje aparece en el libro V de La riqueza de las naciones, pero la edición en español no lo incluye porque solo ofrece una selección de aquel. Por este motivo, la cita está tomada de la versión inglesa.

[12] La cita textual de Smith expresa: «Es verdad que la caridad de las personas de buena voluntad le suministra [al mendigo] todo el fondo con el que subsiste. Pero aunque este principio le provee en última instancia de todas sus necesidades, no lo hace ni puede hacerlo en la medida en que dichas necesidades aparecen. La mayor parte de sus necesidades ocasionales serán satisfechas del mismo modo que las de las demás personas, mediante trato, trueque y compra» (Smith, 2011, p. 46).

[13] Si bien la idea que afirma que lo que es beneficioso para el mayor número de miembros de la sociedad, lo es también para el conjunto, está presente en David Hume (1711-1776) y en Adam Smith, es Jeremy Bentham (1748-1832) quien lo convierte en un principio (el de la mayor felicidad para el mayor número) orientador de las decisiones políticas. Para reconstruir la genealogía de este principio, ver Halévy (1966).

[14] En el Diccionario Usual de 1780, de la Real Academia Española,  se define a la pobreza como «necesidad, estrechez, carestía y falta de lo necesario para el sustento de la vida” (Disponible en: http://ntlle.rae.es/ntlle). Y en el Dictionary of the English language, de Samuel Johnson, el pobre es el que no es rico, es indigente, es necesitado o vive en estado de necesidad, y está oprimido por la falta, la carencia («not rich, indigent, necessitous, oppressed with want”); y la pobreza –en la entrada poorness que contiene poverty en la definición- es asimilada a la indigencia, la carencia, la falta de medios y de dignidad («poverty, indigence, want; meanness, want, lack of dignity”). Disponible en: https://books.google.com.ar/books?id=bXsCAAAAQAAJ&pg=PP9&redir_esc=y#v=onepage&q&f=false

[15] «the world has been rushing on with such fiery animation to get work and ever more work done, it has had no time to think of dividing the wages; and has merely left them to be scrambled for by the Law of the Stronger, law of Supply-and-demand, law of Laissez-faire, and other idle Laws and Unlaws.» (Carlyle, 1843, p. 15)

[16] «¿Y qué habían conseguido los millones de trabajadores del pueblo sobre cuyos esfuerzos inconscientes todo había descansado durante estos siglos de cambios? ¿Guardaba alguna relación la mejora de su rango social en la nación y el progreso de sus gobernantes? ¿O, por el contrario, todo había revertido principalmente en el enriquecimiento de una clase social reducida que se vanagloriaba de ser la primera nación del mundo, la más poderosa y libre, la más ilustrada, la más moral y la más religiosa?» (Disraeli, 1845, p. 55)

[17] La Liga de Madres para la confección de pantalones cortos, nos cuenta Collins, tiene por objeto rescatar los pantalones del «padre incorregible y acortarlos de inmediato para adaptarlos al cuerpo del hijo inocente» (Colllins, 2011, p. 91)

[18] “Estoy condenada a mi vida pasada. La aborrezco, la odio, pero no puedo abandonarla. Debo de haber ido demasiado lejos para volver atrás” (Dickens,2003a, p. 524).

[19] «Even what a person has produced by his individual toil, unaided by any one, he cannot keep, unless by the permission of society. Not only can society take it from him, but individuals could and would take it from him, if society only remained passive; if it did not either interfere en masse, or employ and pay people for the purpose of preventing him from being disturbed in the possession. » (Mill, 1965 [1848], p. 200)

 

[20] Walter Lippmann es un crítico, ensayista, escritor y periodista norteamericano, muy prolífico, cuyo libro The good society –publicado por primera vez en 1937, y traducido al francés como La cité libre- se vuelve un texto imprescindible para la auto-revisión liberal, con cuatro reediciones en dos años. El impacto de la obra motiva la organización del coloquio en París. Pero la heterogeneidad de posiciones sostenidas entre los participantes se refleja en la misma obra que impulsa la reunión: en el prefacio, Lippman agradece tanto a Ludwig von Mises y Friedriech von Hayek, cuya crítica a la economía planificada ha arrojado nueva luz sobre el colectivismo, como a John Maynard Keynes, por sus esfuerzos por demostrar a los pueblos libres que la economía puede estar regulada sin que esto implique una dictadura (Lipmann, 1938: VII-VIII).

[21] De hecho, es interesante el análisis que ofrece Carlos Rodríguez Braun, en la introducción al libro de Hayek, sobre el modo en que las guerras ejercen un poder seductor sobre los políticos porque justifican el pedido de sacrificios y unifican a la ciudadanía. Entre las guerras que producen ese efecto, estaría la que se emprende contra la pobreza (en Hayek, 2008, p. 59).