José Martí entre modernidad y modernismo
José Martí between modernity and modernism
Hayled Martín Reyes Martín1*
1* Universidad Autónoma de Guerrero.
Email: [email protected] ORCID: http://orcid.org/0000-0002-1825-0097
Recibido: 17/10/2020
Aceptado: 03/01/2021
Como Citar: Reyes Martín, H. M. (2021). José Martí entre modernidad y modernismo. Dialektika: Revista De Investigación Filosófica Y Teoría Social, 3(6), 36-44. Recuperado a partir de https://journal.dialektika.org/ojs/index.php/logos/article/view/43
I
José Martí trazó palabras hermosas sobre Hispanoamérica. No sólo escribió, también vivió lo hispanoamericano como ningún otro. Hispanoamérica como el momento fundacional en que germina el cambio de la América decimonónica, transgresión de la deprimente metrópoli España. La Modernidad alcanzaba a América y pedía un cambio de ritmo, tal vez más acelerado, mas, buena parte quedó excluida de la modernidad; ya sea, por no estar preparada o por no tener el desarrollo suficiente. En este sentido, Martí también vivió la Modernidad como ningún otro hispanoamericano, pues además de vivir físicamente en grandes epicentros citadinos donde emanó la modernidad, como: La Habana (aunque colonia, muy avanzada económica y culturalmente para la época), Madrid (metrópoli arcaica y herencia hispanoamericana), París (centro artístico y social de la luces modernas), Nueva York (capital industrial del mundo moderno) y su periplo latinoamericano por Venezuela, Guatemala, México que le dieron el colorido cultural y la visión nuestroamericana; Martí rompe con los modelos coloniales y tradicionales como el liberalismo político y económico, los esquemas de pensamiento europeos, el romanticismo literario y artístico, el positivismo filosófico, el dogma religioso, así como con la adhesión a las doctrinas filosóficas que pululaban en la región, y apuesta por nuevas fuerzas cambiantes, ideales pero también reales, que se atemperaran a la realidad regional. Eso sí, sin dar fórmulas, con ese sentido único que relaciona presente y futuridad: “generación actual” y esperanza en lo venidero. Supo aguantar los embates modernos de las sociedades que le tocó vivir, y estar a la altura. A esto habría que sumarle su altura como pensador y la experiencia, y sobre todo, lo oportuno de vivir el momento adecuado en que se iban dando estos cambios y la capacidad de ejercer ese liderazgo que no buscó. Si se quiere, su capacidad intelectual se agrandó aún más en los estratos modernos. Al respecto, Federico de Onís plantea, “La concepción de América de Martí, como la ruta de su vida, se mueve en el triángulo Hispanoamérica-España-Estados Unidos, la misma ruta y concepción que seguiría (…) la mayor parte de los modernistas” (Onís, 1968, p. 626). Porque como dice Ángel Rama, “no es solo la concepción de América la que se forja entonces sino (…) la de la modernidad, y no es solo un triángulo lo que vida y pensamiento dibujan sino un polígono de fuerzas de varias puntas, indispensables para la resultante a que llega y esto no se repetirá ni en Darío ni en ninguno de los modernistas”; puesto que “solo Martí cumple a fondo la experiencia; porque era el más dotado intelectualmente para hacerla; porque la hace en el minuto justo que reclama el tiempo de la historia” (Rama, 2015, p. 23). “Si Martí quiso ser imagen fiel de su tiempo revuelto hay que decir que parecía que ese tiempo, como posesionado del Espíritu hegeliano, reclamaba un intérprete”; justamente es en los años 80, llegado Martí a los Estados Unidos, que se producen los cambios infraestructurales más radicales en la región. Pero a todo lo anterior, hay que agregar tal vez el rasgo fundamental de Martí con respecto a la modernidad: un primer momento que pasa por el acercamiento a ese estado de cosas, seguido de un necesario alejamiento que, por último, llevan a la ruptura y posterior crítica. Si bien es cierto que en el discurso martiano se encuentra una continuidad y ruptura respecto a la modernidad, prevalece, sin embargo, el proyecto latinoamericanista. En este sentido, se puede afirmar que Martí vivió la modernidad como ningún otro hispanoamericano, por vivirla físicamente y por presentar una postura crítica hacia ella.
Todos entran constantemente en contradicción consigo mismos. (…) todo es absurdo, pero nada es chocante, porque todos están acostumbrados a todo. (…) Estoy comenzando a sentir la embriaguez en que te sumergen esta vida agitada y tumultuosa. La multitud de objetos que pasan ante mis ojos, me causa vértigo. De todas las cosas que me impresionan, no hay ninguna que cautive mi corazón, aunque todas juntas perturben mis sentidos, haciéndome olvidar quién soy y a quién pertenezco. (…) sólo veo fantasmas que hieren mi vista, pero desaparecen en cuanto trato de atraparlos (Berman, 2004, p. 4).
(…) para mayor ejercicio de la razón, aparece en la naturaleza contradictorio todo lo que es lógico; (…) [en] esta época de elaboración y transformación espléndidas, en [la] que los hombres (…)—llegarán a—ser reyes de reyes; —también—se preparan (…) a entrar en el goce de sí mismos (…) [en esta] época de tumulto y dolores.
(…) los ferrocarriles echan abajo la selva; los diarios, la selva humana. Penetra el sol por las hendiduras de los árboles viejos. Todo es expansión, comunicación, florescencia, contagio, esparcimiento. (…) Las imágenes se devoran en la mente.
(…) el hombre echa por los mares sus serpientes de cabeza parlante, que de un lado se prenden a las breñas agrestes de Inglaterra, y de otro a la riente costa americana; y encierra la luz de los astros en un juguete de cristal; y lanza por sobre las aguas y por sobre las cordilleras sus humeantes y negros tritones; —y en el alma humana, cuando se apagan los soles que alumbraron la tierra decenas de siglos, no se ha apagado el sol. No hay occidente para el espíritu del hombre; no hay más que norte, coronado de luz. (…) En este cambio de quicio a que asistimos, y en esta refacción del mundo de los hombres, en que la vida nueva va, como los corceles briosos por los caminos, perseguida de canes ladradores; en este cegamiento de las fuentes y en este anublamiento de los dioses, (…) —¡vacíen de sus copas de piedras preciosas el agrio vino viejo, y pónganlas a que se llenen de rayos de sol, de ecos de faena, (…)—y muevan con sus manos febriles, a los ojos de los hombres asustados, la copa sonora! (Martí, 2009, t. 8, p. 145; 149; 150-151).
Las citas anteriores no muestran otra cosa que el espíritu de la modernidad. Tanto Saint-Preux, protagonista de la Eloísa de Rousseau, al llegar a París, como Martí al toparse con Nueva York reflejan el problema del naciente espíritu moderno: las ruidosas ciudades, la contradicción de sus sociedades, el frenesí de sus imágenes, las vorágines de la vida moderna y el movimiento perpetuo, cambio perenne. Hablan épocas y lugares diferentes: el ginebrino desde la Ilustración parisina, motor del espíritu moderno; el cubano desde Nueva York, epicentro citadino de la modernización mundial. Y es que a su llegada a Nueva York en 1880 avizora los grandes cambios que se vienen produciendo en la sociedad estadounidense: explotación de las riquezas naturales, un abandono total de la herencia colonial, gran expansión del comercio, el desarrollo voraz del trabajo, educación práctica y técnica que se aleja del humanismo anterior, el desplazamiento de la fe cristiana a formas transculturales más paganas (protestantismo), a su vez que alertaba sobre el “peligro mayor” que se cernía sobre Nuestra América: el expansionismo imperial norteamericano.
II
El problema de la Modernidad ha sido trabajado por varios autores, entendiendo el lógico distanciamiento entre modernidad y Edad Media. Aquella que abarca más que un tiempo, es entendida como progreso y tiene su base en la racionalidad, es una actitud mental; ésta se concibe como el período histórico posterior a la Edad Antigua donde se impone la sacralización y la secularización, que algunos historiadores ubican entre el año 476, con la caída del imperio Romano, y finales del siglo XV, con la desintegración de Bizancio y el “descubrimiento” de América. Aunque habría que decir que el problema con la palabra “modernidad” surge a partir de su propia etimología, pues sus raíces aparecen en la Edad Media con el vocablo latín modernitas.
Entonces, qué se entiende por “modernidad”. Para dar respuesta al complejo problema, se citan a continuación varios autores.
El filósofo alemán Martin Heidegger destacó que el fenómeno fundamental de la modernidad es la conquista del mundo como imagen. Sobre esto decía,
La palabra imagen significa ahora la configuración de la producción representadora. En ella, el hombre lucha por alcanzar la posición en que puede llegar a ser aquel ente que da la medida a todo ente y pone todas las normas. Como esa posición se asegura, estructura y expresa como visión del mundo, la moderna relación con lo ente se convierte, en su despliegue decisivo, en una confrontación de diferentes visiones del mundo muy concretas, esto es, sólo de aquellas que ya han ocupado las Posiciones fundamentales extremas del hombre con la suprema decisión (Heidegger, 2010, p. 77).
También expuso la idea de que en la modernidad el problema ontológico se resuelve, o aspira, mediante la exactitud y la precisión:
Si la metafísica piensa lo ente en su ser como voluntad de poder, piensa necesariamente lo ente como instaurador de valores. Piensa todo en el horizonte de los valores, de la validez de dichos valores, de la desvalorización y la transvaloración. La metafísica de la Modernidad comienza y tiene su esencia en el hecho de que busca lo incondicionadameme indudable, lo cierto, la certeza. Según las palabras de Descartes, se trata de firmum et mansurum quid stabilire, esto es, conseguir mantener algo firme y estable (Heidegger, 2010, p. 177).
Así como en Nietzsche, entiende que la modernidad conlleva consigo intrínsecamente la utilidad práctica que impone una moral de la opresión; esto es, “el poder de los que dominan: dicen «esto es esto y aquello», imprimen a cada cosa y a cada acontecimiento el sello de un sonido y con esto se lo apropian (…). A este origen se debe el que, de antemano, la palabra «bueno» no esté en modo alguno ligada necesariamente a acciones «no egoístas»: como creen supersticiosamente aquellos genealogistas de la moral” (Nietzsche, 1996, p. 32). Por lo que se deduce que algo es “bueno”, porque alguien lo dice, y su opuesto lo que es “malo”; per se clasificar los valores humanos, y no las cosas, es un atributo del Espíritu moderno.
El filósofo Luis Villoro plantea que el término “modernidad” tiene muchos sentidos, puesto que en todos los tiempos se ha usado para distinguir la novedad, que irrumpe en una sociedad establecida y anuncia un cambio; en este sentido, indica el gran maestro mexicano, la “vanguardias”, aunque en sentido diferente del pensamiento, suelen llamarse “modernas” (Villoro, 1992, p. 7). Otros uso del término “moderna” son tanto la época de la historia de Occidente que sucede a la Edad Media, como la forma de vida y de pensamiento propios de esa época a la que llaman mundo moderno (Ibídem., p. 8). “El pensamiento moderno se construirá, consolidará y diversificará en los cuatro siglos posteriores [al Renacimiento], acompañando el desarrollo de la nueva sociedad creada por los descendientes de aquellos «hombres nuevos»” (Ibídem., p. 84).
El mexicano Octavio Paz, al recibir el Premio Nobel de Escritura en 1990 basó su lectura en “la búsqueda del presente”, y lo que ello conlleva de la modernidad; en aquella ocasión se preguntaba el poeta:
¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como sociedades. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y arbitrario (…) Un nombre que cambia con el tiempo (…) La modernidad es una palabra en busca de su significado (…) En los últimos años se ha pretendido exorcizarla y se habla mucho de la “postmodernidad”. ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?
Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo, pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías (Paz, 1990, texto digital).
El gran maestro y filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel, ha dedicado una parte importante de su vida al problema de la modernidad. De hecho, es uno de los investigadores que más producción tiene sobre el tema. Destacan 1492. El encubrimiento del otro, Europa, modernidad y eurocentrismo, Marx y la modernidad y sus videoclases en la UNAM Dialéctica de la modernidad: origen, desarrollo y ocaso. En su magnum opus, que señala los 500 del “encubrimiento” americano, el catedrático propone “ambiguamente” dos contenidos de la palabra “modernidad”:
1) Por su contenido primario y positivo conceptual, la “Modernidad” es emancipación racional. La emancipación como “salida” de la inmadurez por un esfuerzo de la razón como proceso crítico, que abre a la humanidad a un nuevo desarrollo histórico del ser humano.
2) por su contenido secundario y negativo mítico, la “Modernidad” es justificación de una praxis irracional de violencia. (Dussel, 1994, Apéndice 2)
A esto último es lo que Dussel llama “trans-modernidad”; o sea, cuando la violencia es justificada y la alteridad (el Otro) es negada, entonces deviene en una práctica irracional. Esta fue la forma que Europa usó para encubrir a Latinoamérica.
Por su parte, Marshall Berman en su afamado libro Todo lo sólido se desvanece en el aire —parafraseando a Marx—, plantea que la modernidad “es un conjunto de experiencias”, es “la forma de experiencia vital que comparten hoy los hombres y mujeres de todo el mundo”;—continua “Los entornos y las experiencias modernos atraviesan todas las fronteras de la geografía y la etnia, de la clase y la nacionalidad, de la religión y la ideología: se puede decir que en este sentido la modernidad une a toda la humanidad”. Aunque advierte que “es una unidad paradójica, la unidad de la desunión: nos arroja a todos en una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia” (Berman, 2004, p. 1).
El excelso pensador latinoamericano Bolívar Echeverría, al igual que lo hace Dussel, fue otro de los que trabajó profundamente el concepto de modernidad. Al respecto decía que la modernidad:
es la característica determinante de un conjunto de comportamientos que aparecen desde hace ya varios siglos por todas partes en la vida social y que el entendimiento común reconoce como discontinuos e incluso contrapuestos (…) a la constitución tradicional de esa vida, comportamientos a los que precisamente llama “modernos”.—prosigue Bolívar Echeverría—Se trata además de un conjunto de comportamientos que estaría en proceso de sustituir esa constitución tradicional, después de ponerla en evidencia como obsoleta, es decir, como inconsistente e ineficaz (Echeverría, 2010, p. 13).
Expone tres fenómenos que caracterizan lo moderno: aparecimiento de una confianza práctica en la “dimensión” puramente “física” despreciando lo metafísico, que se apoya en la capacidad técnica del hombre y conlleva al ateísmo; “secularización de lo político”, esto bien pudiera denominarse “materialismo político” o economicismo; y la tendencia al individualismo (Ibídem., p. 14; 16; 17). Después afirma, junto con Habermas, que la modernidad es “un proyecto inacabado, siempre incompleto; es como si algo en ella la incapacitara para ser lo que pretende ser: una alternativa civilizatoria «superior» a la ancestral o tradicional” (Ibídem., p. 18). Además plantea que la moderna es ambigua y se manifiesta de forma ambivalente.
A otra importante conclusión se puede llegar, y es que la modernidad se fundamenta en el problema de la verdad, la obsesión por la búsqueda de la verdad y por la razón, “conciencia del progreso hacia lo infinito”, el conocimiento abarcador —todo conocimiento “real” es siempre valioso— lleva a la universalidad, por lo que “la ciencia moderna es universal” (Jaspers, 1956, p. 31).
Por otro lado, el “modernismo” (en su sentido más estrecho) no es sino “un recodo fragante de la modernidad” (Fernández Retamar, 2018, t. I, p. 270). Más allá de cierta polisemia que pueda existir entre modernismo y modernidad, “El modernismo, pese a los enfoques exclusivamente historicistas, es un fenómeno sociocultural multifacético, cuya cronología rebasa los límites de su vida creadora más intensa, fundiéndose con la modernidad en un acto simbiótico y a la vez metamórfico” (Schulman, 1987, p. 11). Así, el modernismo es
el conjunto de formas literarias que traducen las diferentes maneras de la incorporación de América Latina a la modernidad, concepción sociocultural generada por la civilización industrial de la burguesía del XIX, a la que fue asociada rápida y violentamente nuestra América en el último tercio del siglo pasado, por la expansión económica y política de los imperios europeos a la que se suman los Estados Unidos (Rama, 2015, p. 4).
¿Cuándo se utilizó la palabra modernismo por primera vez? El maestro Max Henríquez Ureña responde que “ya en 1888 el vocablo [modernismo] era empleado por Rubén Darío en un sentido general, equivalente a modernidad (“calidad de moderno”, según el diccionario de la Real Academia Española)” (Henríquez Ureña, 1954, p. 156). Si bien es cierto que la noción martiana de modernidad era mucho más compleja y abarcadora, pues según Federico de Onís, la modernidad de Martí “apuntaba más lejos que la de los modernistas, y es hoy más válida y patente que entonces” (Fernández Retamar, 2018, t. II, pp. 159-160).
¿Es Martí un hombre moderno? Sí y no. Con la encontrada respuesta no se propone el juego de las antinomias o el constructo categorial moderno de los “opuestos”. Martí es moderno y a la vez no lo es, porque vivó la modernidad, pero no la aprehendió en su totalidad; porque de un primer momento en su vida neoyorkina pasa de lo romántico a lo moderno para terminar denostando la modernidad desde el modernismo que inauguró en letras hispanoamericanas; porque vio lo positivo de los avances y progresos que traía la modernidad, pero criticó rotundamente su expansión imperialista sobre los pueblos nuestroamericanos[1]. Porque “ser modernos”, como lo definiera Marshall Berman, es:
(…) vivir una vida de paradojas y contradicciones. Es estar dominados por las inmensas organizaciones burocráticas que tienen el poder de controlar, (…) y sin embargo, no vacilar en nuestra determinación de enfrentarnos a tales fuerzas, de luchar para cambiar su mundo y hacerlo nuestro. Es ser, a la vez, revolucionario y conservador: vitales ante las nuevas posibilidades de experiencia (…) atemorizados ante las profundidades nihilistas (…) ansiosos por crear y asirnos a algo real aun cuando todo se desvanezca (Berman, 2004, p. XI).
encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. (…) Ser modernos es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, «todo lo sólido se desvanece en el aire» (Berman, 2004, p. 1).
III
“El modernismo no es sino el conjunto de formas literarias que traducen las diferentes maneras de la incorporación de América Latina a la modernidad, concepción sociocultural generada por la civilización industrial de la burguesía del XIX, a la que fue asociada rápida y violentamente nuestra América en el último tercio del siglo pasado” (Rama, 2015, p. 4). Así, por ejemplo, El prólogo a El poema del Niágara, de Juan Antonio Bonalde Pérez, escrito por José Martí en 1882 es considerado el primer manifiesto modernista. Al leerlo, se puede entender por qué el modernismo es la respuesta a la Modernidad, y por qué parece que todavía la Modernidad no ha concluido. Martí es el precursor del modernismo, pero a la vez es descendiente directo del romanticismo. Martí queda en el medio, pues es hijo del romanticismo, padre del modernismo; hace función de puente entre dos épocas: es un hombre de transición. Martí es el enlace en Hispanoamérica de los viejos románticos franceses y alemanes y los novísimos modernos americanos. En Martí se ve el principio de ruptura, que caracteriza la Modernidad, cuando en la creación literaria la generación modernista, a la que él pertenece, niega a los padres románticos que le precedieron. La crisis del Espíritu creador que avizoró en los Estados Unidos, debido a la creciente modernidad industrial, lo llevaron a calificar aquellos tiempos difíciles “de reenquiciamiento y remolde” (sic), mas no disminuyeron su fuerza latinoamericanista. La rectitud de su carácter se debía en gran medida a su conocimiento del fuerte arraigo colonial con España y la respuesta latinoamericana al atraso acumulado por la Metrópoli; la adhesión a la modernidad podía ser una opción, de hecho era, desde ya, un ideal. Porque “la Biblia dijo la verdad: son los hijos quienes pagan los pecados de los padres: —son las Repúblicas de la América del Sur las que pagan los pecados de los españoles” (Martí, 2010, t. 13, p. 138).
El período entre 1880 y 1881, Martí repite en varias ocasiones un pensamiento, “el siglo último [XVIII] fue el del derrumbe del mundo antiguo: este es el de la elaboración del mundo moderno” (Martí, 2004, t. 9, p. 43); “el siglo XVIII fundó la Libertad: el siglo XIX fundará la ciencia”, la ciencia en clara alusión a la ciencia moderna, al mundo moderno. En ese mismo año, 1881, declara más ampliamente,
Los tiempos son para Sísifo, y no para Jeremías; para empujar rocas hasta la cima de la montaña; no para llorar sobre exánimes ruinas. Hay como un despertamiento universal; como si todas las frentes se hubieran cansado de los yugos; como si la fuerza, que ha sido durante tanto tiempo señora de la libertad, fuese ahora su esclava. —Los pueblos han crecido, y se sienten ya fuertes; un anhelo de derecho, una capacidad para ejercerlo, una determinación unánime para lograrlo se nota en todos los lugares de la tierra: magnífica portada abren los hombres a la época que nace (Martí, 2004, t. 9, p. 78).
Al llegar Martí, en su primer viaje a los Estados Unidos en 1880, no disimulará su criterio condenatorio a aquella sociedad moderna, desde un punto de vista ético y político, pero tampoco desestima su alto grado de desarrollo y lo mira con asombro e inquietud. Sin embargo, sufre mucho el Apóstol en su primera estancia. No pudo adaptarse al egoísmo, la frialdad, el desamor y la impiedad que encontró en sus calles: “espantado de tanta alma sola y pequeñez vestida de grandeza como en la República del norte había observado” (Martí, 2009, t. 8, p. 30); que conecta con otras de sus desconcertadas palabras, “Hijo: Espantado de todo me refugio en ti. Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti” (Martí, 2004, t. 16, p. 17); aunque en esta última se nota un sentimiento de futuridad, carga positiva en el porvenir, especie de “utopismo”, característico de los modernos, en el que se mezcla futurismo y universalismo: lo que será con la totalidad. Al respecto comenta Ángel Rama, “si la modernidad consiste en apostar sobre un futuro que se ha creado −inventado− a partir del cual juzgar la totalidad universal −su presente y su pasado−, Martí es plenamente un hombre de la modernidad” (Rama, 2015, pp. 50-51); y el propio Martí así se veía: Yo quiero más vivir después que vivir ahora. Aunque hay que aclarar que Martí no asume el Espíritu moderno del todo, a pesar de que él la vive en carne propia y en su propio centro Nueva York, puesto que hace de la modernidad el principio de ruptura que coloca al Modernismo como corriente literaria independiente y subalterna a la misma modernidad. También notó los planes expansionistas, e imperiales con su “destino manifiesto”, cuya primera víctima seria Cuba cuando los estadounidenses intervinieron en la Guerra del 95, prácticamente ganada ya a los españoles.
Sobre la crítica respecto a adquirir nuevas formas de expresión del mundo moderno y el sentido de originalidad que siempre le caracterizó, sin quedarse en el romántico y tradicional pasado, escribió en “Mis versos”, antesala de los Versos Libres:
Estos son mis versos. Son como son. A nadie los pedí prestados. Mientras no pude encerrar integras mis visiones en una forma adecuada a ellas, dejé volar mis visiones (…) Pero la poesía tiene su honradez, y yo he querido siempre ser honrado. Recortar versos, también sé pero o no quiero. Así como cada hombre trae su fisonomía, cada inspiración trae su lenguaje. (…) El verso ha de ser como una espada reluciente, que deja a los espectadores la memoria de un guerrero que va camino al cielo, y al envainarla en el sol, se rompe en alas.
Lo que aquí voy a ver lo he visto antes (yo lo he visto, yo), y he visto mucho más, que huyó sin darme tiempo a que copiara sus rasgos.—De la extrañeza, singularidad, prisa, amontonamiento, arrebato de mis visiones, yo mismo tuve la culpa, que las he hecho surgir ante mí como las copio. De la copia yo soy el responsable (Martí, 2004, t. 14, pp. 81-82).
De lo anterior destacan dos características esenciales en el verbo martiano: uno, el escribir cinematográficamente en imágenes, no solo la poesía, que en ocasiones hasta parecen alejados realidad o padecen de incomprensión en la amplísima visión que lo identificó; y dos, el éxtasis religioso o la metafísica respaldada en el Espíritu, que se le revela: Martí no “inventa” nada, puesto que fue “visto antes”, en forma de experiencias suprahumanas; eso sí, él es el responsable.
La dialéctica de la modernidad en el nuevo continente tiene sus propios vericuetos. No resulta fácil desentrañar algo, cuando una parte del Todo está fuera –de, pero a la vez, pertenece a eso, a ese Todo. Entonces, la relación dialéctica de América Latina con el mundo moderno es bien compleja, porque no es concebible esta modernidad sin su prolongación universalista, ya que, según Rama, “la situación no era la misma tratándose de los escritores de las zonas marginales del globo. Sobre estas se precipitaban los imperios europeos —y muy pronto el norteamericano—, absorbiéndolas dentro de su sistema económico infraestructural” —incluso pese a su dependencia “estaban obligadas a hacer suyas las condiciones del sistema”, aunque le fueran perjudiciales. Concluye Rama, “es en este punto donde mejor se perciben las vicisitudes de la dialéctica de la modernidad al aplicarse a la zona hispanoamericana” (Rama, 2915, p. 52).
El ensayo Nuestra América, “fue la martiana mirada abarcadora y dialéctica al mismo tiempo por su afán de hurgar justamente en las tensiones a que estaban sometidos nuestros pueblos, y que llevó a su autor a adoptar una estrategia discursiva obligada, a no adoptar la lógica que imponía la razón moderna, cuando no a subvertirla en cuanto pudo” (Rodríguez, 2015, p. 22).
Sobre su forma de escritura, donde omite la moda del hacer de la época, tratados, artículos o crónicas, y transgresión a modo de ejercicio ensayístico dice el investigador martiano, “había, pues, que pensar otra realidad, diferente a la habitualmente manejada por la razón moderna, y brindarle salida a sus problemas antiguos y novedosos, planteados justamente por los choques y los intentos de ajuste con la modernidad, y, por ende, también muy diferentes a los que examinaba esa razón. El texto, entonces tiene que ser organizado por Martí, a plena conciencia, desde otras perspectivas, desde otra lógica y desde otra manera de argumentar, ajenas a las de la razón moderna” (Ibídem., 23).
Finaliza Nuestra América[2] con la contraparte a una de las características de descalificación a que eran sometidos los pueblos latinoamericanos, y también “un ataque en toda regla a uno de los basamentos de las dominaciones modernas: el concepto de razas y su derivado, el racismo” (Ibídem., p. 28). Por último, se puede asegurar que el ensayo Nuestra América es un equilibrio entre tradición y modernidad, “su objetivo supremo, es el de la unidad continental para resolver esas contradicciones de las repúblicas criollas” (Ibídem., p. 40).
Por lo anterior, “más que un premoderno o un antimoderno, Martí se nos muestra en este ensayo como un contramoderno, como quien propone una modernidad otra, desde y para los otros, los de nuestra América en este caso, con obvia comprensión de las naturalezas también otras de las antiguas culturas asiáticas y africanas” —y continúa Pedro Pablo:
Es más que evidente que el cubano aceptó a plenitud vivir en la civilización moderna —me atrevería a afirmar incluso que disfrutó muchos aspectos de aquella, como indican sus crónicas neoyorquinas—, y que estimó indispensables su cultura material y sus aportes espirituales como el sentido de la libertad, la igualdad y la fraternidad, y la búsqueda de la verdad mediante la indagación científica. Más aún: tales principios, de enorme contenido ético humanista —basamento insoslayable del pensar martiano—, se integran por ello en su concepción del mundo y de los cambios estructurales requeridos por nuestra América. Probablemente ese costado ético le permitió proceder a semejante inclusión sin afectar la lógica discursiva que iba en contra de la razón ostentada por esa civilización moderna que apartaba y enfrentaba a los seres humanos (Ibídem., 34).
Martí rechaza el carácter expansivo y de rapiña de la modernidad, pero a la vez celebra su incorporación al mundo latinoamericano como un acontecimiento positivo; entiende la unicidad de las “experiencias múltiples” y la historia.
Con profunda mirada crítica y conocimiento sin antecedentes de la cultura y tradiciones latinoamericanos, Martí entendía los orígenes y la metamorfosis de esta tierra. El siguiente pasaje resume la genealogía de lo que somos:
Interrumpida por la conquista la obra natural y majestuosa de la civilización americana, se creó con el advenimiento de los europeos un pueblo extraño, no español, porque la savia nueva rechaza el cuerpo viejo; no indígena, porque se ha sufrido la injerencia de una civilización devastadora, dos palabras que, siendo un antagonismo, constituyen un proceso; se creó un pueblo mestizo en la forma, que con la reconquista de su libertad, desenvuelve y restaura su alma propia. Es una verdad extraordinaria: el gran espíritu universal tiene una faz particular en cada continente. Así nosotros, con todo el raquitismo de un infante mal herido en la cuna, tenemos toda la fogosidad generosa, inquietud valiente, y bravo vuelo de una raza original, fiera y artística (Martí, 2009, t. 5, p. 89).
Por otro lado, el cubano entendía que la razón, la quintaesencia de la modernidad, no era el privilegio de unos pocos ilustrados sino de todos los grupos humanos; sólo que hay diferentes de conocer y el conocer no pude ser igual allá que acá. Martí llamaba la atención, “la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros” (Martí, 1991, t. 6, p. 19).
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Ya no se trata de ver a Latinoamérica como una mera “expansión de Europa”, mucho menos como un retorno a los orígenes indígenas; lo que ahora importa es ver la validez que una y otra tienen para la determinación de eso que puede ser la originalidad hispanoamericana dentro de una variedad hispanoeuropea. La trascendencia y la permanencia de España en América habrá que hallarla no en lo que España hizo y dejó en América, sino en lo que los americanos crearon por si mismos diferenciándose de los españoles, y la de que por esa penetración de lo original americano podremos llegar a entender mejor lo europeo.
La Modernidad sigue siendo esquiva en su comprensión y a nivel filosófico las únicas luces que muestra es lo referente a su efecto relacional. El problema de la modernidad desemboca ontológicamente en que las partes están inscritas en un sistema, sistema que es universal, más allá de quien se inserte o no en el mundo moderno, pues a todos toca directa o indirectamente sus ramificaciones; pero gnoseológicamente no es universal, no llega a todos: a unos por no poseer su Espíritu, a otros por no alcanzar el conocimiento. En esto radica la contradicción principal de la modernidad desde la filosofía. No se trata de “civilización o barbarie”, como exponía bien criticaba Martí en su magistral ensayo Nuestra América, o de la enconada lucha tradición contra modernidad; se trata de asumir desde América Latina lo mejor de la modernidad en cuanto a adelantos, sin perder la originalidad cultural que emana de estas tierras. “Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas” (Martí, 1991, t. 6, p. 18), era el llamado martiano ante el fenómeno moderno; si bien el Apóstol cubano no negaba la introducción de nuestras sufridas repúblicas en el mundo moderno, abogaba por la conservación de la tradición e idiosincrasia latinoamericana. En el sentido filosófico de la modernidad Martí entra y sale constante de ese mundo moderno, en esa mecánica de la transmutación que lo caracteriza, pues el Universo es lo uno, lo uno el Universo, y la modernidad siempre busca la totalidad de lo real, aspira al universalismo; Martí es moderno cuando piensa el Todo, y supera la modernidad cuando busca el Yo. Pero que sea el propio Martí quien lo explique, “Para mí, la palabra Universo explica el Universo: Versus uni: los varios en lo uno” (Martí, 1991, t. 21, p. 255); “El hombre es el Universo unificado. El Universo es el hombre variado” (Ibíd., 261); o “dentro del hombre está el alma en conjunto (…), la hermosura universal a la que toda parte y partícula está igualmente relacionada: el Uno Eterno” (Martí, 1991, t. 13, p. 24). Tal es el planteo gnoseológico del Apóstol cubano. Lo cognoscitivo se desenvuelve de lo múltiple a lo uno, con fuerte sentido teleológico a la vez que causal; la modernidad invierte este orden: de lo particular a lo universal, no hay lugar para el Alma. El poeta va al encuentro de la unicidad, también de la simplicidad; cuando el pensamiento moderno va al encuentro de la totalidad y sólo razona lo razonable: evidentemente, ahí no entra la metafísica poética de Martí. Tan difícil de ubicar en doctrina, fe, sistema político, escuela filosófica o esquema de pensamiento es el cubano. José Martí transitó de la modernidad física al modernismo literario.
Referencias bibliográficas
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[1] El término nuestroamericano(s) proviene de la idea elaborada por José Martí en el ensayo Nuestra América, de 1891. La distinción no es ingenua ni chovinista, mucho menos retórica, pues Martí quería distinguir con “nuestra América” la América que “no es nuestra”, o sea, la anglosajona. Si en otros momentos utiliza América Latina o América para referirse a la región, será nuestra América la que adquiera el sello martiano para dirigirse al espacio de identidad. Nuestra América tiene un marcado sentido anticolonialista y antiimperialista. Para más detalles véase Martí, J. (1991). “Nuestra América”, t. 6, Obras completas (27 tomos). La Habana: Editorial de Ciencias Sociales.
[2] “No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librerías,[2] que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en las cercanías de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la Historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental” (Martí, 1991, t. 6, p. 22).