El pueblo judío en la perspectiva de Abraham Heschel

The Jewish people from the perspective of Abraham Heschel

 

Héctor Sevilla Godínez

Universidad de Guadalajara, México.

ORCID: https://orcid.org/0000-0002-1055-6059

Email: [email protected]

 

Recibido: 23/10/2020

Aceptado: 23/12/2020

 

Como Citar: Sevilla Godínez, H. (2021). El pueblo judío en la perspectiva de Abraham Heschel. Dialektika: Revista De Investigación Filosófica Y Teoría Social, 3(6), 1-10. Recuperado a partir de https://journal.dialektika.org/ojs/index.php/logos/article/view/42

 

 

RESUMEN

Tal como otros grupos culturales a lo largo de la historia, el pueblo judío representa un conglomerado de nociones, tradiciones y conceptos. No obstante, uno de los más sobresalientes es el aprecio por el origen, lo cual pone en evidencia su sentido de pertenencia y su valoración por la historia y la tradición. Sin duda, pertenecer al pueblo judío implica una serie de compromisos y consideraciones, no sólo sociales e ideológicas, sino también conductuales. El presente texto alude la concepción del pueblo judío en la perspectiva de Abraham Heschel, un rabino polaco del siglo XX, poniendo especial énfasis al esfuerzo intelectual, la noción de ser elegidos, el sentido de lo trascendente, la idea de familia y el aprecio por la constancia, la humildad y la responsabilidad.

Palabras clave: Dios, Israel, Conocimiento, Estudio, Misión.

 

ABSTRACT

Like other cultural groups throughout history, the Jewish people represent a conglomeration of notions, traditions, and concepts. However, one of the most outstanding is the appreciation for the origin, which highlights their sense of belonging and their appreciation for history and tradition. Certainly, belonging to the Jewish people implies a series of commitments and considerations, not only social and ideological, but also behavioral. This text alludes to the conception of the Jewish people from the perspective of Abraham Heschel, a 20th century Polish rabbi, placing special emphasis on intellectual effort, the notion of being chosen, the sense of the transcendent, the idea of ​​family and the appreciation for perseverance, humility and responsibility.

Keywords: God, Israel, Knowledge, Study, Mission.

 

INTRODUCCIÓN

Nacido en Varsovia, durante el año de 1907, Heschel vivió en una familia en la que muchos de sus ancestros fueron rabinos jasídicos. En el año de 1927, el joven Heschel se mudó a Berlín para estudiar filosofía y teología. En 1937, Heschel aceptó ser director de la Mittelstelle fur Judische Erwachsenen Bildung tras aceptar una invitación directa de Martin Buber. Se trasladó a los Estados Unidos a los pocos días de que diera inicio la Segunda Guerra Mundial. La vida de Heschel en los Estados Unidos no fue fácil al principio. Debió aprender el idioma y comprender las particularidades de la identidad religiosa de otra nación. El estudio y la contemplación no lo exentaron del compromiso político, al contrario: Heschel encontró en la consideración de las angustias de sus contemporáneos una urgencia en la cual desembocar la vida espiritual. En 1963 conoció a Martin Luther King Jr. Dos años después, marchó junto a él en Selma para exigir el respeto a los derechos civiles (Meyer, 1987, p. 12). A su vez, Heschel colaboró con la Iglesia Católica, representando al pueblo judío en el Concilio Vaticano II.

        Heschel no se atribuyó mayor grandeza que la de ofrecer un mensaje, el cual, admitía, no era solamente suyo. Siempre se asumió como portavoz de algo que debía ser trasladado a las palabras. Lo suyo no fue un constante goce o una baladí vanidad autorreferente, sino una lucha reiterada y constante hacia la integridad, aquella que sólo se anhela cuando uno se sabe incompleto, desintegrado y lleno de sombras, es decir, como un humano en el mundo. Meyer describió las que podrían ser las últimas palabras escritas por Heschel antes de su deceso: “Nací en Varsovia, Polonia, pero mi cuna se hallaba en Miedzyborz, (un pueblito de Podolia, Ucrania, donde vivió el Baal Shem Tov, el fundador del movimiento jasídico). [...] A mí me dieron el nombre de mi antepasado, Reb Abraham Joshua Heschel, <el Apter Rav>” (Meyer, 1987, p. 15).

        Como podrá observarse, el teólogo tenía plena conciencia de su ascendencia y de su vinculación con sus antepasados, como en una especie de consecución conjunta de algunos ideales y propósitos. Tal como él, muchos judíos han reiterado la importancia de algunas de las tradiciones. En La Tierra es del Señor, Abraham Joshua establece que “el fervor y anhelo de los jasidim, la obstinación ascética de los cabalistas, la lógica inexorable de los talmudistas se reencarnaron en los sostenedores de los movimientos judíos. Su fe en ideales nuevos se inspiraba en una antiquísima piedad” (Heschel, 1952, p. 112). En su artículo An Analysis of Piety (1942) Heschel realiza una oportuna revisión de los elementos característicos de la piedad. Ni siquiera los profetas podrían separarse de la influencia de su pueblo, puesto que “el profeta no es  una figura aislada; él se siente un eslabón en la sucesión de los profetas” (Heschel, 1973c, p. 308). En ese sentido, Heschel era consciente de que “en la confusión espiritual de la última centuria, muchos de nosotros no percibieron la incomparable belleza de nuestros viejos, pobres hogares” (Heschel, 1952, p. 114).

        En la filosofía de Heschel, el pueblo judío es distinguido de manera principal por su esfuerzo intelectual, la noción de ser elegido, su sentido de lo trascendente, su idea de familia y la educación, así como el aprecio por la constancia, la humildad y la responsabilidad. Enseguida se abordan cada uno de tales aspectos.

 

        1. JUDAÍSMO Y ESFUERZO INTELECTUAL

En relación a las comunidades judías antiguas, Heschel se refería comúnmente a la de Europa del este, quienes “eran capaces de sentir el cielo en una frase del Talmud” (Heschel, 1952, p. 53). Una consideración especial del pueblo judío es el reconocimiento de la maravilla de la Biblia y de los contenidos que en ella se encuentran. En la antigüedad, “enamorados del saber, ponían todo su ser en el estudio del Talmud. Su esfuerzo intelectual estaba excitado por una ardiente pasión” (Heschel, 1952, p. 54). No obstante, involucrarse con la Torá tiene algunos requerimientos básicos. Heschel (1984, p. 67) refiere a Najmanides al afirmar que “la creencia en los milagros ocultos constituye la base de toda la Torá. Un hombre es ajeno a la Torá a menos que crea que todas las cosas y todos los sucesos de la vida del individuo, así como los de la vida de la sociedad, son milagros”. De tal manera, al parecer, se garantiza que quien se adentra en la Torá tiene disposición a creer en lo señalado ahí. Por otro lado, creer en los milagros no debe ser entendido como aguardar y permanecer a la expectativa de que acontezcan cosas mágicas; el milagro está patente si se lo sabe ver en cualquier sitio y a cualquier hora. El solo hecho de ser representa una manifestación milagrosa desde este punto de vista.

        No basta con la creencia en los milagros palpables en lo cotidiano, sino que “la primera demanda del judaísmo es tener fe en Dios, en la Torá y en el pueblo de Israel” (Heschel, 1984, p. 424). Esto provoca el debate en torno a la existencia de judíos que no concuerdan con la triada referida; en tales casos, se mantiene el origen judío, pero no la práctica de la religión. Aun así, excluyendo la adaptación religiosa particular, es posible mantenerse abierto a una forma de vinculación con la transpersonal. Según lo confirma Heschel, el gusto por la naturaleza no tendría que ser considerado una adoración, pues ésta solo tendría que ofrendarse a Dios. Según Abraham Joshua,  “para el judaísmo es tan absurdo adorar a la naturaleza, como innecesario alienarse de ella” (Heschel, 1984, p.114). Excluidas las prácticas de culto a la naturaleza y sepultada la creencia en una modalidad particular de Dios, persiste, de cualquier manera, la apertura a la dimensión transpersonal o a la manifestación de asombro ante la maravilla.

        El interés y vinculación con Dios no forma parte de una serie de novedades, sino que representa una especie de reconexión o de reencuentro. En la óptica hescheliana,  “conforme al espíritu del judaísmo nuestra búsqueda de Dios es un retorno a Dios; nuestro pensar en Él es un recuerdo, un intento de liberar nuestra devoción reprimida” (Heschel, 1984, p. 181). En esto se observa cierta similitud al planteamiento platónico de que no aprendemos nada, sino que lo recordamos; la disposición para convertirse en receptáculo de Dios viene a ser, así, en una manifestación de lo que antes se había sido. Si el pueblo judío ha generado una alianza, los que han venido después están facultados para reiterarla. Esto no opera en el plano de la obligación, sino de la disposición; de tal manera, “el judaísmo rechazaría el axioma kantiano: debo, luego puedo; afirmaría, en cambio: se te ordena, luego puedes” (Heschel, 1984, p. 485). Que los individuos logren sus cometidos está en clara conexión a su convicción de que así está dictado que suceda. Un compromiso de tal envergadura provoca una certeza que, si bien no puede comprobarse, se forja desde el interior del espíritu. En tal punto, ya no importa la imagen externa que se muestre, pues desde dentro existe armonía y esplendor. En esto coincide el filósofo polaco cuando advierte que “por fuera podía un judío haber sido indigente; pero en su interior se sentía como un príncipe, como allegado al rey de los reyes” (Heschel, 1952, p. 105).

Sin lugar a dudas, la pretensión de saberse elegido produce confianza en lo que se realiza; pero la convicción de hacer lo que responde a la elección genera una seguridad plena. Esto es dimensionado a un grado mayor cuando se globaliza el sentido de la elección, de modo que no se centraliza en un individuo, sino en un sentido colectivo. Por ello, “el gran sueño del judaísmo no es formar sacerdotes, sino un pueblo de sacerdotes; consagrar a todos los hombres, no sólo a algunos” (Heschel, 1984, p. 537). No se trata, por tanto, de favorecer el protagonismo de algunos, de que una parte de los miembros sean superiores o comanden la conciencia de los demás, sino que el sentido de lo colectivo se orienta a que cada uno se forje a sí mismo en el esfuerzo y la disciplina, no solo en el seguimiento a algún miembro que el resto considere avanzado. Por esto tampoco existe proselitismo en la religión judía, se entiende que quien debe permanecer lo hará por su propia elección y que seguirá el camino que lo conduce a lo que debe creer.

 

        2. LA NOCIÓN DE PUEBLO ELEGIDO

La creencia de la elección de Dios sobre un pueblo dota a éste de un poderío sublime, invisible y abstracto, que se manifiesta en su posicionamiento ante las cosas y la realidad. Poco importa si teológicamente es verdad lo que se cree, en el terreno psicológico y social se opera con efectividad a partir del ámbito ideológico. En ese tenor, “desde los comienzos de la religión judía la creencia de que Dios había elegido a este pueblo en particular para llevar a cabo Su misión fue tanto una de las piedras fundamentales de la fe  hebrea como un refugio en los momentos de angustia” (Heschel, 1973a, p. 80). La persecución es soportable cuando se asume que la protección divina está del propio lado. Esto tiene una amplia gama de explicaciones, ya sea para comprender lo que lleva a un pueblo a creer en algo, así como lo que ocasiona en los que, por consecuencia, no son los elegidos. Más allá de tales vetas, resulta llamativo que los secretos místicos, antaño resguardados solo para algunos elegidos, hayan sido puestos a disposición de los que así lo desearan. Por eso, “en los siglos XII y XIII, rabí Yehudah He-Jasid y su círculo de jasidim, piadosos, democratizaron los ideales de la piedad mística” (Heschel, 1952, p. 71). Esto representa una plena confianza en la calidad interpretativa del pueblo, en su cultura y diligencia para estudiar y comprender de manera más profunda los textos.

La mayoría de los rabinos ponen énfasis en que “Israel no descubrió a Dios. Israel fue descubierta por Dios. El judaísmo es la búsqueda del hombre por parte de Dios. La Biblia es una crónica del acercamiento de Dios a Su pueblo. En ella encontramos más manifestaciones de amor de Dios por Israel que del amor de Israel por Dios” (Heschel, 1984, p. 546). Esto resalta que no ha sido voluntad del hombre, sino voluntad de Dios, que el pueblo elegido haya sido Israel. Es llamativo porque así se deslinda cualquier objeción puesta en que el mismo pueblo elaboró la doctrina de la elección; sin embargo, no se sostiene del todo porque, de manera específica, fueron los mismos miembros del pueblo los que transmitieron la idea de que habían sido elegidos. Por otro lado, es muy particular que Heschel refiera a Israel como descubierta por Dios, escrito en femenino, con lo cual la apareja con lo Omnipotente, casi a la manera de una relación de paridad. La originalidad de los judíos no está puesta en duda, aunque la controversia sobre la autenticidad de tal elección, sobre todo vista desde fuera para los que no son parte del pueblo, continuará indefinidamente.

En otros pasajes, la postura de Heschel se muestra abierta y dispuesta a la integración, sobre todo cuando expresa que “el judaísmo no es una cuestión de sangre o de raza sino una dimensión espiritual de la existencia, una dimensión de santidad” (Heschel, 1987, p. 134). Con esto se manifiesta que todos comparten la posibilidad de vivenciar la espiritualidad, sin que esto suponga la pertenencia original al pueblo judío. A su vez, resulta notable que la identidad del judaísmo tiene muchas vertientes y modalidades, al punto que se han causado divisiones y desencuentros. En sintonía con esto, Heschel considera que “durante más de 1,800 años, fuimos un pueblo sin tierra. Ahora nos enfrentamos con la posibilidad de tener una tierra sin pueblo” (Heschel, 1987, p. 107). La pobre respuesta que otros den al compromiso espiritual que les corresponde no debería constituir un motivo de desánimo personal, de modo que en la práctica del judaísmo “sin duda rezamos por el pueblo, pero lo hacemos como individuos” (Heschel, 1987, p. 162). En el artículo The Jews in the Soviet Union, Heschel (1972b) realizó un llamado a la fraternidad con las comunidades judías rusas, las cuales vivían condiciones precarias en su tiempo. Otra manifestación del sentido de pueblo en Abraham Joshua se encuentra en el libro El hombre no está solo, en el cual “responde teológicamente al holocausto” (Chester, 2000, p. 155).

        A pesar de que las manifestaciones de la unión del pueblo judío son notables en lo terrenal, la esencia del judaísmo remite, según lo estipula Heschel, a una dimensión transpersonal; concretamente, “el judaísmo es un vínculo con la eternidad, un parentesco con la realidad última” (Heschel, 1984, p. 542). Tal como postula en su filosofía sobre Dios, Heschel considera que la religión judía puede definirse como “el conocimiento del interés de Dios por el hombre, el conocimiento de un pacto, de una responsabilidad que recae sobre Él al igual que sobre nosotros” (1982, p. 243). En tal posición, el valor del hombre radica en su alianza con la divinidad. No hay forma, entonces, de que se sustraiga ese sólido piso en quienes lo han creído firmemente.

        El compromiso no debe tener un rostro sufriente, si bien está abierto a la consideración del dolor humano. En consonancia con ello, en las comunidades judías de la antigüedad “la majestad intelectual del Shema Israel traducida al lenguaje de sus corazones, significaba: es una alegría ser judío” (Heschel, 1952, p. 22). En su artículo Celebration and Exaltation (1972a), Heschel concuerda con el estado de ánimo festivo que acompaña a la vida espiritual; se trata de una celebración que se encuentra muy lejana de ser superflua o insípida. La alegría se forja en la convicción de que existe un tipo especial de conexión con una fuente transpersonal. El judío, como perteneciente a un pueblo, no se caracteriza por tener una historia completamente feliz, pues ha sufrido persecuciones y exclusión. A pesar de ello, se mantiene una constante criticidad por una aparente altanería. En relación a ello, Heschel afirma: “Nosotros, los judíos, no debemos pretender que somos mejores que los demás. Sólo pretendemos que hemos experimentado más que los demás” (1987, p. 172); tal sensación de experimentación está nutrida por la noción de pueblo y la certeza de que lo que ha sucedido con los anteriores a la propia generación también ha sucedido con uno mismo.

 

        3. SENTIDO DE LO TRASCENDENTE

Otro aspecto central en la vida del judío, y posiblemente en la de todo individuo que se interese por la senda de consideración a lo transpersonal es el sentido de lo trascendente. En mención de las comunidades judías de la antigüedad, Heschel refiere que “estaban seguros de que cada cosa sugería algo trascendente; que lo que era aparente para la mente no era sino una superficie sutil de lo no revelado; y a menudo preferían echar pie firme al borde del abismo, aun a precio de abandonar la base sólida de lo superficial” (1952, p. 60). Incluso la existencia humana en sí misma es evidencia de lo trascendente, en función de que se superó la no existencia o la antesala de la nada para poder llegar a ser. Por tanto, comprender de verdad lo que significa ser humano implica considerar su origen milagroso y sus alcances potenciales; así, en vistas de su grandeza factible, el hombre logra ser lo que le corresponde. Asimismo, el desperdicio de esa posibilidad convierte al hombre en una pequeñez. En otras palabras, “hay un precio que el judío debe pagar. Debe ser exaltado para ser normal. Para ser hombre, debe ser más que un hombre. Para ser un pueblo, los judíos deben ser más que un pueblo” (Heschel, 1952, p. 70). Lo que hace que el hombre sea más que un hombre consiste en ubicar su vinculación con lo transpersonal.

La opción por superarse a sí mismo es una opción humana en demasía, y en el caso del judío su elección resulta inversa a la del superhombre nietzscheano, el cual forjaba su poder con independencia de la tradición o las creencias. Contrariamente, en el cierre de La Tierra es del Señor, Heschel hace mención de la misión humana: “leales a la presencia de lo esencial en lo común, podemos demostrar que el hombre es más que hombre, que realizando lo finito, puede percibir lo infinito” (1952, p. 119). En apariencia la dualidad es reiterada: vivimos en un mundo que no es similar a la dimensión en la que se ancla lo que nos hace mayores que hombres; no obstante, es en lo cotidiano donde esa unión debe prevalecer y mostrarse. A diferencia de lo que sucede en otras perspectivas y religiones en las que se postula una división entre el mundo de la ilusión y el mundo verdadero, en el judaísmo más que una división se elabora un puente de interconexión, de modo que este no es un mundo de ilusiones, sino una oportunidad para manifestar la opción por el hombre en función de lo divino. Por todo ello, si “ser judío es estar comprometido con la experiencia de grandes ideas” (Heschel, 1987, p. 37), entonces “el más grave pecado de un judío es olvidar lo que él representa” (Heschel, 1952, p. 119).

Una de las maneras de no olvidar lo que se representa en el mundo, judíos o no, es el estudio. En lo particular, “en la tradición judía la razón siempre fue estimada como uno de los principales dones de Dios al hombre” (Heschel, 1982, p. 170). En esto puede coincidirse sin menoscabo, con creencia de Dios o sin ella, el estudio es un don que es menester aprovechar; no se trata de un lujo o de un acto que corresponde restringidamente solo a algunas personas: es una obligación. Cuando existe conciencia de este derecho personal no son requeridos recordatorios ni exigencias externas. En ese sentido, la obligatoriedad de la educación oficial se encarna en el olvido del hombre moderno hacia la maravilla del saber. Una situación distinta es la que prevaleció en las comunidades judías que se adaptaron a la visión de Shlomo Yitzhaki, conocido como Rashi, un rabino francés del siglo XI, quien  democratizó la educación judaica; llevó al pueblo la Biblia, el Talmud y el Midrash. Hizo que el Talmud fuese un libro popular, libro de todos. El saber dejó de ser monopolio de los menos. Se fue difundiendo con el andar del tiempo. En muchas comunidades, la persona inculta llegó a ser una rara excepción” (Heschel, 1952, pp. 44-45). Otra sociedad tendríamos si las comunidades del mundo se dedicaran con pasión al estudio de la ciencia, de la filosofía y de la mística, tal como lo hacían aquellas comunidades con el Talmud.

La pasión por el estudio o el interés por desvelar lo desconocido es una cualidad de la que podemos valernos para aportar nuevos significados a la vida propia y a las relaciones sociales. Respecto a las comunidades judías del este de Europa y sus costumbres particulares, Heschel refiere que “cuando, al llegar la noche, deseaba uno pasar el tiempo, no se precipitaba hacia una taberna para echar un trago, sino que se ponía a escudriñar un libro o se unía a un grupo que, con maestro o sin él, se entregaba al placer de estudiar en libros venerados” (1952, p. 48); esto no es una simpleza, sino que muestra el compromiso y la convicción de lo que el estudio representa. Tan involucrada estaba la religión en la cultura de aquellos pueblos que “las madres canturreaban junto a las cunas: <Hijito, cierra los ojos; si Dios quiere, serás rabí>” (Heschel, 1952, p. 50). En un ámbito así, resultaba obvio que “el Estado no tenía que obligar a los judíos que enviaran a sus hijos a la escuela” (Heschel, 1952, p. 50). No había que forzar porque todo esta encauzado: la persona se sabía única responsable de su formación.

 

        4. FAMILIA Y EDUCACIÓN

Los padres de familia eran conscientes de la importancia de manifestar con su propio testimonio lo que el estudio significaba en sus vidas, incluso “estaban dispuestos a vender las almohadas debajo de sus cabezas para pagar la instrucción de sus hijos; un padre pobremente educado deseaba que por lo menos sus hijos fuesen doctos” (Heschel, 1952, p. 50). En esos tiempos, incluso las relaciones de pareja estaban orientadas a que el estudio prevaleciera en mayor medida en uno de los dos, de modo que “las mujeres trabajaban afanosamente día y noche para poner a sus maridos en condiciones de dedicarse al estudio” (Heschel, 1952, p. 51). Si bien esto último podría generar una acalorada discusión en ciertos círculos sociales y en algunas perspectivas de aproximación al estudio de género en la actualidad, lo que resulta notable es la convicción que en el hombre y la mujer existía sobre la demanda de tiempo que el estudio requiere y los sacrificios que deben realizarse en pareja para no escatimar esfuerzo ni tiempo a la consagración total de la intención.

Lo anterior no estaba circunscrito en forma exclusiva al acuerdo de la pareja, sino que incluso “la ambición de cada judío era tener un docto por yerno, y un hombre versado en la Torah podía casarse fácilmente con una joven acomodada y obtener kest [dote] por algunos años o aun para siempre, teniendo así la suerte de estudiar con tranquilidad” (Heschel, 1952, pp. 51-52). Puesto así, el hombre que era apto para los logros intelectuales podía tener, en buena medida, el tiempo disponible para estudiar. No debía someterse a la presión de las trivialidades domesticas ni olvidar su talento para poder obtener un puesto laboral de poca alcurnia. El hecho de que un suegro esté de acuerdo a que su hija atienda a un hombre estudioso puede resultar chocante para las mentes modernas, pero es un hecho que tal proceder produjo innumerables beneficios sociales. Heschel es consciente de la poca sintonía de aquella costumbre con la cosmovisión actual y reconocía que hoy podemos hablar despectivamente de esa costumbre. No obstante, aseguró que “pocas instituciones han coadyuvado más a promover el desenvolvimiento espiritual de grandes masas populares” (1952, p. 52).

En clara diferencia con la costumbre contemporánea, que encuentra en el estudio un medio para lograr mejor posición social o reconocimiento de los pares a partir de un título o grado, en el judaísmo antiguo “el que estudiaba con el propósito de recibir un diploma rabínico, caía en ridículo. A ojos de aquella gente, el conocimiento era, no medio para alcanzar poder, sino camino para unirse a la fuente de toda realidad. A ojos de los jasidim, estudiar con el fin de obtener una plaza era profanación” (Heschel, 1952, p. 52). Mucho hay que aprender de esta visión, la cual en su aproximación al estudio y su valoración como un fin en sí mismo encierra el espíritu del verdadero filósofo que, en su afán por penetrar el abismo del misterio, se lanza sin premura ni consideración a las fauces de la desesperación apasionada.

Uno de los métodos de estudio más utilizados por los judíos del este de Europa era el pilpul, con el cual se busca analizar los contenidos de la Ley, mediante la discusión y la asociación. Este método guarda cierta similitud con la mayéutica, solo que en este caso se realiza por ambas partes, no solamente por uno de los contendientes. En esa época, los miembros de las comunidades “estaban más interesados en las razones que en las cosas” (Heschel, 1952, p. 57). Los placeres del exceso, la fama o el poder eran menores ante la satisfacción de lograr conclusiones aun ante los temas más complejos. Así, “la alegría del descubrimiento, el proceso de inventar expedientes originales y de obtener inventos y conocimientos nuevos, vivificaban y elevaban el corazón” (Heschel, 1952, p. 58). Si bien su comprensión del mundo era ampliamente religiosa, no concebían que los aprendizajes les serían ofrecidos sin esfuerzos de su parte, el saber no era una gratuidad, y nunca lo ha sido. En ese sentido, “el judaísmo se basa sobre un mínimo de revelación y un máximo de interpretación, sobre la voluntad de Dios y sobre la comprensión de Israel” (Heschel, 1984, p. 352); por ende, una interpretación tiene ofrece mayor valía cuando encuentra sustentos sólidos y brota de un bagaje conceptual enriquecido. Incluso Heschel mostró su capacidad hermenéutica con su interpretación de los textos clásicos del judaísmo, lo cual es referido por Cohen (1984) en su texto Abraham Joshua Heschel: The Interpreter of Classical Jewish Thought.

El estudio no se sostiene por sí mismo, sino que es necesaria una práctica personal que mantenga una tradición o que forje una nueva. En el caso del pueblo judío resulta fundamental la comprensión de la Ley. En relación al seguimiento de la misma, Heschel antepone la idea de que el “judaísmo no es sinónimo de legalismo” (1984, p. 414); a pesar de ello, reconoce que “los Diez Mandamientos [son] el monumento más representativo de la doctrina judía” (Heschel, 1984, p. 534). Contemplados en el catolicismo y seguidos por millones de no judíos, el canon presentado por Moisés se encuentra presente en el imaginario cultural de la humanidad. En cuanto a los judíos más comprometidos del pasado, “la vida sin Torah y sin piedad era para ellos un caos, y se miraba con una sensación de miedo a quien vivía sin ellas” (Heschel, 1952, p. 104). Con todo esto no se significa que los rituales y los mandatos son la parte esencial del judaísmo, pues se entiende que lo que los símbolos representan les otorga su sentido.

Heschel siempre mostró la convicción de que “decir que la religión judía no es más que un conjunto de rituales, es reducir el judaísmo a un asunto parroquial” (1987, p. 172). Aun con ello, reconoció la importancia de cumplir con ciertos lineamientos de conducta y con afianzar las costumbres que hacen que un pueblo sea distinto a otro. Empero, la conducta realizada sin motivo es un accionar vacío; era requerido el sustento de ideas y conceptos que establecieran la lógica y la razón de ser de la práctica. Por esto, “es imposible decidir si la supremacía en el judaísmo le pertenece a la halajá o a la agadá, al legislador o al salmista” (Heschel, 1984, p. 434). La halajá, o conjunto de leyes sobre el comportamiento, encuentra en la agadá, conjunción de reflexiones rabínicas, una combinación que equilibra el conocimiento con la acción. El sentido de la integración es abordado con mayor detalle por el rabino polaco en su escrito The Meaning of Observance (1973c). El estudio combinado con la obediencia a las reglas solo podía mantenerse mediante una observancia constante y disciplinada.

 

        5. APRECIO POR LA CONSTANCIA

En un mundo saturado de distracciones, podemos muchas veces no hacer lo que hemos elegido con anterioridad; en esos momentos es en los que se observa el beneficio de la constancia, del cumplimiento, aun desganado, de lo que corresponde hacer; a medida que las cosas se hacen se desarrolla el gusto por ella, de modo que lo que en un principio parecía desagradable termina por ser aceptado. Para Heschel, la constancia favorece la santificación. Por ello consideró que “el judaísmo es un intento por colocar la vida entera bajo la gloria de la significación última, por relacionar todas acciones dispersas con el Uno” (Heschel, 1984, p. 490). La conducta más leve y simple podría ser una reiteración de la maravilla de la vida, si así se desea ver.

        Son muchas las cosas que hacer y aún más las que deben aprenderse, por eso no cabe la conformidad ni el sosiego en una vida que se esfuma con celeridad. Desde esa óptica, “el judaísmo enseña al hombre a no estar contento jamás, a despreciar la satisfacción, a aspirar a lo máximo, a apreciar los objetivos que habitualmente le resultan indiferentes. Siembra en él una semilla de inacabable añoranza, una necesidad de necesidades espirituales, antes que una necesidad de logros; le enseña a contentarse con lo que tiene, más nunca con lo que es” (Heschel, 1982, p. 259). Este sentido de alerta, de constancia y de entera disposición a la continuidad de la entrega es un factor determinante en el tipo de ciudadano que un individuo logra ser. Mucha de esa disciplina resulta similar en el profesional que se dispone constantemente a la actualización, en el filósofo que va más allá de lo sabido o que busca en el escombro de los saberes pasados para construir una nueva modalidad de comprensión, en el científico que no se contenta con lo descubierto por otros o en el místico que no acepta las perspectivas infantiles que deambulan sobre lo sagrado.

        La observancia del judaísmo antiguo era tal que Heschel consideró que “en aquel período nuestro pueblo llegó al más alto grado de vida interior” (1952, p. 10). Este apelativo de vida interior no tendría que entenderse como una vida de absoluto recogimiento y hermetismo hacia el exterior, sino como una línea de conexión permanente con lo más íntimo de su esencia espiritual, al tiempo de lograr con eficiencia las encomiendas prácticas. En lo concreto, “para aquella gente, la judeidad era más que un conjunto de creencias y rituales, más de lo que estaba condensado en principios y reglas. La judeidad residía, no en el fruto, sino en la savia, que rebullía por los tejidos del árbol” (Heschel, 1952, p. 22). De esto deriva que a la persona no se le conoce por sus frutos, sino por la savia que lo recorre, por el intenso fluir interior que la conduce a actos que son valiosos por su procedencia más que por los resultados que eventualmente logra producir.

        Es sabido que el judaísmo floreció a través de dos tradiciones específicas, las cuales corresponden a ubicaciones geográficas particulares. Por un lado, la hispana o sefardita y, por otro, la ashkenazi. De acuerdo con Heschel (1952, p. 24) estos dos grupos “mantuvieron sucesivamente la hegemonía espiritual”. El primero de estos grupos es descendiente de los judíos que habitaron la zona ibérica durante el periodo mahometano. Sefard es el modo hebreo de referirse a España, de modo que a estos judíos se los conoce como sefardíes o sefarditas. Vinculados con los árabes, estos judíos desarrollaron un proceso de adaptación que incluyó una estructura de pensamiento en la que se alojó un proceder distinto en las ciencias, las humanidades y la filosofía. Al forjarse una especie de dualidad entre lo que habían aprendido tradicionalmente y los nuevos saberes que obtenían, los sefarditas “se inclinaron a subrayar las correspondencias básicas entre las doctrinas de su fe y las teorías de los grandes pensadores no judíos” (Heschel, 1952, p. 26). Como resultado de ello fue propiciada una ganancia mutua donde ambas culturas fueron enriquecidas; los sefarditas se volvieron eruditos en la filosofía clásica y aportaron sus conocimientos en otras áreas. De entre estos, Maimónides es considerado por Heschel como “el más grande maestro sefardí” (Heschel, 1952, p. 34), al cual incluso dedicó un libro sobre su vida y obra, titulado   Maimonides: A Biography (1991), a pesar de que ambos no coinciden entre sí con la noción del pathos divino.

        La apreciación general de Heschel en torno a los judíos de España puede resumirse con las líneas siguientes:

Los sefardim aspiraban a la perfección personal e intentaban expresar sus ideales racionalmente. Bregaban por la tranquilidad del alma, por la paz interior y por el contento. Su ética era a veces burguesa, llena de prudencia y de sabiduría práctica. Seguir la regla áurea, optar por el justo medio y evitar los extremos, era una de sus máximas más populares. La cábala seguía siendo un empeño de los menos; al contrario de la situación en el este de Europa, la vida del pueblo en la comunidad sefardita apenas si resultaba afectada por las osadas doctrinas místicas de algunos de sus rabinos (1952, p. 36).

En cuanto al grupo de los ashkenazis, los cuales eran más cercanos a Heschel por su origen polaco, el rabino comenta que “raras veces escribieron libros erigidos como edificios aislados con cimientos propios, libros que no se apoyen en obras anteriores” (1952, p. 35), quizá, justamente, a que buena parte de la reflexión judaica de los ashkenazis, considerada estrictamente original, está enraizada en el pensamiento anterior y no está vinculada a la novedad como sucedía con el grupo sefardita. La diversidad de saberes obtenida por los sefarditas, así como la variedad en el contenido de los mismos, no fue algo que los ashkenazis pudieran compartir al estar mucho más centrados en la tradición y en los libros antiguos. De hecho, “a un autor ashkenazi le habría parecido inconcebible componer sus obras en un idioma extranjero” (Heschel, 1952, p. 32). Pero lo que resultó benéfico para los sefarditas también tenía la debilidad de que en forma paulatina sustraían  fuerza a sus propias tradiciones en la medida en que se adaptaban a los conocimientos clásicos occidentales; en contraparte, la riqueza de la tradición no fue incentivo suficiente para la innovación en los ashkenazis, precisamente por considerar que tenían la sabiduría necesaria con su propia literatura.

Una muy interesante combinación de ambas posiciones acontece en Heschel, pues al tiempo que continuó con la agadá y la halajá introdujo en su cosmovisión la filosofía occidental, leyendo a Platón, Aristóteles, Parménides, Kant, Nietzsche, Shopenhauer, Kierkegaard y muchos otros más. Además, se adaptó a nuevas modalidades culturales y al mismo tiempo mantuvo en sí mismo la savia que corría por su identidad. Cuando una vez le pidieron que definiera qué clase de judío era, contestó con sagacidad: “yo no soy un sustantivo en busca de un adjetivo” (Merkle, 1985, p. 12). La combinación no resulta un pecado para el judío, mucho menos cuando la elaboración sincrética está aderezada por el principio de la originalidad creativa y la fidelidad al propio origen, no como si fuese una especie de cadena que impide el desarrollo, sino como una plataforma sólida desde la cual erigirse. A partir de su vinculación entre razón y fe, Heschel ha sido considerado un promotor de la filosofía sobre el judaísmo (Friedman, 1956), a la vez que se lo reconoce como un autor que combina pensamiento y revelación (Perlman, 1989). 

En lo que respecta al mal, el judío no gusta de personalizarlo ni sustanciarlo en una entidad particular, de modo que no es una contraparte de Dios, ni mucho menos un alguien demoníaco capaz de dirigirse a él para sugerir una conducta o decisión. “Para el judaísmo, el mal es un instrumento más que un muro de hierro; una tentación, una ocasión, más que un poder supremo” (Heschel, 1984, p. 481). Asimismo, en el judaísmo no se contempla al hombre con una mancha esencial de nacimiento, “no se halla comprometido con una doctrina de pecado original y nada sabe de la depravación inherente a la naturaleza humana” (Heschel, 1982, p. 266). A su vez, el judaísmo no centra su doctrina en la evitación del mal, sino en la proliferación del bien, no se interesa por causar miedo en relación a un mundo futuro donde el hombre sea castigado por sus obras, ni contempla que la confesión de una persona a otra supone el perdón de los pecados; en ese tenor, no propone que la persona escape de un tentador, sino de su pereza espiritual. En suma, el judaísmo comprende que el mal proviene de la ausencia de disciplina y observancia, del interior del hombre descuidado y no de una exterioridad a la cual se pueda culpar por los males hechos. El judaísmo no se centra en el combate al demonio, sino que “se encuentra en una batalla permanente contra la idolatría” (Heschel, 1987, p. 186), no se congratula del alejamiento del mal, sino de la propiciación del bienestar y el progreso.

 

        6. HUMILDAD Y RESPONSABILIDAD

Como toda colectividad, el pueblo judío cuenta también con problemáticas y desazones. Por ejemplo, en relación a las comunidades del pasado, Heschel refiere que “el pilpul excesivo había secado a menudo las fuentes interiores y se convirtió en objeto de un despliegue pretencioso del intelecto” (Heschel, 1952, p. 89); otrora posibilitadora de erudición, la discusión se había vuelto vanagloria. Asimismo, el rabino polaco arguye contra el protagonismo excesivo de algunos de sus colegas y denuncia el degenere propiciado en el monopolio rabínico. Al respecto afirmó que el camino para lograr superar al institucionalismo consiste en proponer “un nuevo énfasis en el aspecto personal de ser judío” (Heschel, 1987, p. 123). Tal posibilidad, si bien ostenta flagrantes riesgos, constituye un retorno a la responsabilidad de cada individuo hacia su propia vida espiritual. Incluso los no judíos pueden considerar una nueva búsqueda de patentar su íntima, irrenunciable e intransferible vinculación con lo transpersonal.

        En su tiempo, “Heschel admitió clara y abiertamente que había personas inmorales y abusos entre los judíos de Europa oriental” (Ramón, 2010, p. 34). Al mismo tiempo reconoció que el pueblo judío es “el más desafiado bajo el sol” (Heschel, 1987, p. 36). Estas y otras dificultades contextuales suponen un urgente reforzamiento en la identidad religiosa y cultura que a todo judío se le atribuye. También cabe agregar a esto la nostalgia por los sufrimientos del pueblo en otros tiempos y la sensación continua, casi paranoide, de ser perseguidos. En ese sentido, “había judíos de cuyo espíritu nunca se apartaba el sufrimiento de épocas pasadas y de su propio tiempo. Sin embargo, eso no estorbaba la corriente de su alegre fe diaria” (Heschel, 1952, p. 98). El hijo de Moshe Mordechai también aseveró la doble naturaleza de la vida de su pueblo al constatar que “por fuera los judíos estaban plagados de miseria y de humillación política […], pero por dentro llevaban el fecundo dolor del mundo y la noble visión de la redención para todos los hombres y para todos los seres” (Heschel, 1952, p. 98). De nueva cuenta, la combinación de factores que permiten sobrepasar las tribulaciones y las problemáticas está conjuntada por la conciencia de ser parte de una colectividad, la obligatoriedad de responder a una alianza íntima y la urgencia por ofrecer lo que corresponde de acuerdo con el propio talento. Cada uno de estos aspectos puede ser replicado en cualquier pueblo, desde la situación particular en la que se encuentre.

        A pesar de que en otras religiones y concepciones del mundo se invita al hombre a la humildad, el alejamiento del mundo y el retraimiento, en el pueblo judío se recalca la relevancia del hacer humano, de modo que “el judaísmo es […] contrario a buscar un significado de la vida separado del hacer, como si el significado fuese una entidad aparte” (Heschel, 1984, p. 380). Tal como lo realiza en sus textos, Heschel busca la integración del saber y el sentir con el hacer. En consonancia con ello, “el judaísmo es [a] la vez un modo de pensar y un modo de vivir, una doctrina y una disciplina, fe y acción” (Heschel, 1984, p. 425). En el mundo, el hacedor principal es el hombre, de modo que la manera con la que éste sea conceptualizado resulta primordial en la conducta del hombre. El rabino polaco ahonda en esta temática en su texto The Concept of Man in Jewish Thought (1990). Además, la misión del hombre no se circunscribe con unicidad a su propio entorno y subjetividad, sino que sus actos tienen repercusión en la vida de las demás personas.

        El judaísmo se concibe desde su propia particularidad con una misión global. Fieles a la noción de exaltación, su proeza no debe sujetarse a la parcialidad de una minoría, sino de todos los individuos. En esa tónica, Abraham Joshua considera que “la importancia del judaísmo no reside en asegurar la supervivencia de este pueblo en particular, sino en ser una fuente de riqueza espiritual, una fuente de significado válida para todos los pueblos” (Heschel, 1987, p. 163-164). Aquí radica un aspecto crucial que ha sido confrontado por los estudiosos de Heschel y del judaísmo. Szpolski (1992), generando un pilpul particular a partir de los textos señala que el rabino polaco se detiene en la travesía del misterio, sin ahondar el motivo por el que Dios, aun siendo el Dios de todos tal como se pretende, tenga en Jerusalén su santuario. En palabras del egresado del Seminario Rabínico Latinoamericano: “El Dios de Israel está en todos lados y Su Gloria cubre el mundo por doquier y sin embargo Jerusalem es proclamada Su santuario y residencia de Su sagrada presencia […]. Heschel no avanza hacia la resolución racional de la paradoja” (Szpolski, 1992, p. 34). En tal encrucijada, la paradoja es un vértice irrenunciable de lo inefable, o la causa propiciadora del enigma. ¿Cómo explicar que el Dios de todos los humanos tenga predilección por un pueblo? Como comprender que el que Heschel llama “el Mesías que esperamos” (1987, p. 284) haya generado una alianza exclusiva. El pueblo judío custodia el misterio a la vez que se nutre de él. ¿Será que el exilio termina por ser un autoexilio? ¿Cuál es el punto final de la distinción? ¿Dónde está Jerusalén? ¿Será la savia que corre por la esencia del hombre más allá de cualquier etiqueta o noción?  

 

CONCLUSIONES

El pueblo judío guarda un notable aprecio por el origen. Desde sus inicios, la colectividad mostraba apego por la maravilla de la Biblia y estableció una serie de requerimientos para involucrarse con la Torá; uno de tales consiste en reconocer el vínculo y alianza con Dios que aporta sentido al pueblo y motivación para mantener en la propia vida la esencia del judaísmo. Entre otras cosas, el sentido de lo trascendente, la devoción al estudio y la observancia de la Ley representan el equipamiento con el que la comunidad judía se compromete a cumplir su pacto. En ese tenor, la constancia y la disciplina se vuelven una manera de vivir. Con sus estilos particulares, configurados a lo largo de la historia y por las circunstancias contextuales, los sefarditas y los ashkenazis han mantenido reiterada la efervescencia espiritual de la tradición, adaptándola o fortaleciéndola desde su raíz. En tal prerrogativa, el mal que debe atacarse está en la pasividad y la apatía, no en la configuración de una materialización sustancial del mal. Más que evitar el pecado, la motivación del judío es alentar a la consolidación de los actos humanos que favorezcan el bienestar, no solo para un grupo particular, sino en la óptica de una misión global que a todos los humanos les concierne, judíos o no.

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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