EL RETO DEL ESTILO PARANOICO: LAS CONSPIRACIONES Y LA COVID-19
Recibido: 27/7/2020
Aceptado: 15/9/2020
Luis Felipe García1*
1* Docente en Universidad de La Habana, Facultad de Filosofía e Historia, La Habana, Cuba.
Email: [email protected]
ORCID ID: https://orcid.org/0000‐0002‐7360‐4169
Para Citar: García Soto, L. F. (2020). El reto del estilo paranoico: las conspiraciones y la Covid-19. Dialektika: Revista De Investigación Filosófica Y Teoría Social, 2(5), 34-41. Recuperado a partir de https://journal.dialektika.org/ojs/index.php/logos/article/view/41.
Resumen: Las teorías de la conspiración se han manifestado ante la crisis de la Covid19 como un elemento ideológico de primer orden. Su irrupción en el escenario político vislumbra una etapa de agudas confrontaciones, que han encontrado en las redes sociales el medio propicio para desarrollarse. En este artículo se explora la evolución reciente del fenómeno de las teorías de la conspiración, haciendo particular énfasis en la importancia que han tomado durante el 2020, como catalizador de tendencias políticas contemporáneas. La relevancia de este hace pertinente reconsiderar el rumbo futuro de la políticas comunicativas y educacionales en la era post Covid.
Palabras clave: Covid-19, teoría de la conspiración.
Abstract: Conspiracy theories have manifested themselves in the face of the Covid19 crisis as an ideological element of the first order. Their irruption on the political scene envisions a stage of serious confrontations, which have found in social networks the conducive means to develop. This article explores the recent evolution of the phenomenon of conspiracy theories, with emphasis on the importance they have assumed during 2020 as a catalyst for contemporary political trends. Its relevance makes it pertinent to reconsider the future direction of communication and educational policies in the post-COVID era.
Keywords: Covid-19, conspiracy theory.
Las consecuencias de la crisis del Coronavirus en la conciencia contemporánea están aún por calcularse. Los efectos políticos y económicos de toda índole no se han hecho esperar, aun cuando la pandemia sigue su curso letal. Sin embargo, al margen de estos grandes eventos que han dominado el 2020, se ha manifestado de manera evidente la entrada de las teorías conspirativas en el panorama político internacional, abandonando su aparente rol neutral e inofensivo, a la vez que representa el signo de una nueva época, que, tras varios años de penosa gestación, llega con el presagio terrible de una nueva era de contradicciones y conflictos.
Y no es esta forma de la conciencia contemporánea una portada relevante en los medios de difusión, puesto que, además de ser un fenómeno aparentemente esquivo al lente público, ocurre principalmente en el espacio de las redes sociales, en fin, en Internet. Su crecimiento se ha debido en no poca medida a la desregulación de la información circulante en la red de redes, aunque los condicionantes principales exceden el marco del mundo virtual y amenazan, como la pandemia ha demostrado con exceder en sus consecuencias a los marcos de este.
Las conspiraciones políticas, en verdad, siempre han existido. No es menester hurgar demasiado para encontrar en la historia antigua a agentes políticos tratando de tomar el poder por vías no legitimadas, a la espalda de los poderes establecidos, y de la población misma. Ni la conspiración de Catilina ni la de la Pólvora escapan al escrutinio del historiador. El poder, al final, aunque revista formas históricas diferentes, siempre ha sido objeto de pugna entre clases sociales y grupos dentro de estas clases.
No obstante, el espíritu de las conspiraciones políticas que atormentan a las sociedades contemporáneas tiene una naturaleza diferente, al punto que el mismo término de conspiración parece inapropiado. Las teorías contemporáneas no tratan de un patricio tratando de dominar el senado. Son, por el contrario, el senado mismo, si el símil se sostiene, tratando de lograr objetivos arcanos a la espalda de la sociedad, a expensas de esta.
Y es que el fenómeno de las teorías conspirativas que ha tomado relevancia en 2020 no es tan solo un fenómeno moderno, sino que ha anidado por décadas, en la forma específica en la que ahora se manifiesta, en el exclusivo seno de la sociedad norteamericana, antes de ser universalizadas en los últimos años. Aunque muchos de sus tópicos más trillados son heredados directamente de los discursos más asociados al antiliberalismo decimonónico y a discursos nacionalistas.
Las teorías de la conspiración son, en esencia, una forma de disenso, principalmente vocal, pero distintivamente contrarias a un discurso oficial sobre un evento público. Tal y como se ha desarrollado el fenómeno, reducirlo al miedo a conspiraciones no existentes, o la sofisticación del ignorante, como sugiere Daniel Pipes (1997), se antoja demasiado simple. Hay un indudable vacío de información en algunos de los temas sobre los que se tejen estas teorías, y en ocasiones, aunque no siempre, se echa en falta la carencia de formación del típico receptor de estas. Sin embargo, la relevancia política que ha cobrado este fenómeno ha puesto de manifiesto la necesidad de problematizarlo, como sugiere Hellinger (2019), porque representan un reto considerable a las instituciones políticas, tanto globales, como nacionales, en el mundo contemporáneo.
Esta particular forma de comprensión en la política se inauguró, de manera masiva al menos, a raíz del asesinato de John F. Kennedy. No es que la historia anterior no haya dado pie a dudas respecto a las manipulaciones de las clases dominantes, como en el caso del conservadurismo contrarrevolucionario durante la Revolución Francesa[1], sino que la muerte de Kennedy ocurrió en una época en la que avance técnico permitía la difusión realmente masiva e inmediata, no solo del evento, la muerte de Kennedy, sino de las interpretaciones del evento, así como de toda la serie de sucedáneos derivados de este, como la muerte del asesino del presidente o los informes de la Comisión Warren. Este trágico evento marcó, por ello, el hito contemporáneo de las teorías conspirativas (Knight, 2007, p. 75).
Esta forma de descontento ante la información oficial explotó de manera violenta en una época en la que la sociedad norteamericana estaba sumida en una crisis general. Los convulsos años sesenta estaban marcados por un profundo descontento ante el estatus quo, y la quiebra de la confianza ante una cuestión aún no resuelta para el público hoy, cimentó lo que Hofstadter (1996) acertadamente llamó la cultura de la paranoia, una peculiar relación entre el público norteamericano y la política marcada por la desconfianza general ante la información difundida de manera general, así como por la creencia en la persecución de un estilo de vida o de una nación (1996, p. 3).
Es evidente que factores sociológicos distintivos de los Estados Unidos jugaron un papel en el crecimiento de este fenómeno. La peculiar relación del norteamericano, como habitante de frontera, desconfiado de un gobierno central, se conjugó con este nuevo espíritu político que se fortaleció en la conciencia nacional. Watergate e Irán-Contra solo fortalecieron más las sospechas. En Estados Unidos, el estilo paranoico de entender la política siempre había estado presente, pero el ambiente de la Guerra Fría, que era aún más propicio para el secretismo, y el enfrentamiento contra la Unión Soviética, que estuvo marcado por operaciones psicológicas y conspiraciones en terceros países, solo coadyuvaron a que este estilo se diseminara por la cultura política norteamericana. En fin, de cuentas, era imposible que el público no se percatara de la existencia de organismos que actuaban en nombre de los poderes públicos, pero que estaban a la vez a la sombra del control del público.
Con el surgimiento de internet y su masificación estas tendencias se fortalecieron aún más. Las reglas en el mundo virtual cambiaron radicalmente la forma en la que se formaban los criterios políticos. En una conjunción impresionante, la digitalización, acompañada del crecimiento exponencial del acceso a la red, aceleraron un cambio radical en la forma en la que el individuo se apropiaba de la información y construía su imago mundi.
La explosión del fenómeno de internet a comienzos de este siglo fue el condicionante principal para que emergiera una cultura conspirativa global. Aunque dicha globalidad estaba confinada por momentos a las zonas del mundo con acceso a las redes, principalmente Estados Unidos y Europa. Aun así, el aumento exponencial de las páginas web, que se puede evidenciar en las cifras del año 2000 (Barkun, 2003, p. 19), confirmaba la tendencia a priorizar la nueva plataforma como el principal espacio de socialización y difusión en este siglo.
Internet parecía cumplir en parte lo que había prometido en sus inicios, un espacio desregulado de intercambio de información de todo tipo, así como de libertad de expresión, el fetiche supremo de occidente. La posibilidad aparente de decir sin consecuencias se podía efectuar, con evidentes limitaciones, en este nuevo mundo. Cualquiera podía ser periodista o analista desde su nicho digital. Esto, que en un principio parecía abrir un nuevo campo de expectativas para muchas personas, termino conjugándose con otros factores que han terminado otorgándole el cariz problemático que hoy posee.
Las guerras de Irak y Afganistán a raíz de los atentados contra las Torres Gemelas fueron, a la manera del asesinato de Kennedy, el evento que disparó la sospecha. Como con el Maine, los medios apostaron por la existencia de armas de destrucción masiva, pero a diferencia del anterior fin de siècle, el individuo descontento con el desarrollo de los acontecimientos tenía recursos a su mano para explorar y hacerse oír. La generación que protestó en Seattle contra los efectos de la naciente globalización no solo se lanzó a las calles a protestar contra las invasiones de Irak y Afganistán. Esa generación aprendió a dudar, otra vez, de la verdad oficial y a ventilar sus dudas en el espacio digital.
Como toda época histórica, la perspectiva nos traiciona. Y en el caso del inicio de la llamada guerra contra el terrorismo, debemos recordar la cercanía del fin de la Guerra Fría. La ausencia de la alternativa política, que también lo era en otros sentidos, implicaba que esa generación se lanzara a esa búsqueda por el mero instinto de oposición. Lo único evidente era que Occidente actuaba mal, que la verdad no era esa que repetían los medios oficiales, pero no estaba claro los horizontes desde el cual criticar esas realidades. No lo era el marxismo, que se lamía las heridas después del histórico descalabro en Europa del Este. Por lo tanto, solo estaba claro el carácter contra hegemónico de este nuevo enfrentamiento. En ese sentido, el marco más propicio era la novísima cultura digital, puesto que como afirma Hellinger (2019) «Internet, la WWW, Cable TV y las redes sociales fueron todas recibidas como proveedoras de noticias alternativas y, que promovían, según se creía, una cultura democrática más vibrante» (p. 93).
Ahora, ¿cómo se manifestó? En la negación de la verdad más notoria afirmada y defendida desde posturas oficiales. De repente, las causas y los actores del atentado a las torres gemelas se convirtieron en motivo de sospecha. Que las torres habían caído era evidente, pero al servir de excusa para la cruzada de la OTAN, era lógico, supuestamente, para muchos que la historia oficial era mentira. En fin de cuentas, la búsqueda de armas de destrucción masiva fue un fiasco, dada la decisión de Estados Unidos de entorpecer la labor de las Naciones Unidas y apresurar la guerra contra Irak (Lowe, 2008, p. 400). Parte del mundo con acceso a internet comenzó a empaparse de diversas teorías alternativas sobre lo ocurrido en Nueva York. No obstante, lo más notable no fue que aparecieran informaciones al respecto, falsas o no, sino que se comenzara a conformar una cosmovisión alrededor de esta tendencia. La información iba seguida por un análisis, y estos análisis, en su mayoría, inferían a partir de una pizca de información, un maravilloso y entramado mundo de conspiraciones políticas y económicas que sustentaban la trama.
Con la emergencia de las redes sociales ocurrió el otro paso crucial en la rápida evolución de esta nueva forma de conciencia paranoica que ha explotado en el 2020. La potencialidad de plataformas como Facebook o Youtube tradujeron en un problema real lo que inicialmente aparecía apenas como tendencia. El coctel, de hecho, incluía la capacidad de exposición de Youtube, la capacidad asociativa y polémica de Facebook y la fuente «imparcial» definitiva en Wikipedia. La generación que terminó de formarse bajo el influjo directo de estos agentes presume de una autosuficiencia notable. Cierto es, que todos estos mecanismos podían ser usados para la progresión en el camino de la formación intelectual o personal, pero el carácter personalizado y aparentemente libre le quita todo tipo de condicionamiento a la información que en ella circula.
Sin embargo, no son las redes sociales más que marcos propiciatorios. La realidad que aquí emerge sobre todo para personas que no tienen las herramientas intelectuales para discernir, es el nuevo tipo de paradigma que rige a este tipo construcción de discursos. Amparados en la posibilidad individual de defender cualquier verdad, tenga este algún fundamento o no, la discusión sobre cualquier tipo de teoría deja de ser una sana discusión, y se convierte en la aserción ególatra orientada a un anarquismo epistemológico grandilocuente. Este individualismo epistemológico, por consiguiente, no es solo una expresión del «ego desmedido occidental», ni una consecuencia de una estrecha visión de clase, esos factores son meros aderezos a lo que se ha constituido como una actitud ante el conocimiento. La referencia infantil hacia los mismos dudosos medios imparciales, así como la carencia de revisión de fuentes favorecen que la adopción de cualquier verdad que circule en las redes sea asumida como un objeto pasional, en el que ese lector se compromete de manera política. Algo que no puede ignorarse en ninguna circunstancia es la omnipresencia de la idea de la libertad como justificación de esta misma actitud ante el conocimiento. Aunque esta libertad es abstracta por supuesto, resuena de manera poderosa como ningún otro mitema ideológico de la modernidad.
Esta particular cosmovisión acomoda, de manera sorprendente, al nuevo orden mundial, y a las instituciones que responden a los mecanismos internacionales dentro de una conspiración gigantesca para acabar con las libertades. Las variaciones que esto pueda tomar, más racialistas o más clasistas, son insignificantes ante la temática común. Si el origen más reciente de esto estuvo en la actitud de protesta ante la manipulación mediática a comienzos de los 2000, el enemigo manifiesto de esta nueva mentalidad es todo el entramado global sobre el que se ha edificado el orden neoliberal después de la caída de la Unión Soviética, aunque nunca expuesto de esa manera.
Es arriesgado por ello adjudicar la clasificación de derecha o izquierda a esta nueva mentalidad, puesto que no es un producto directo de una división clasista, y en última instancia, se podría aseverar, que surgió como una actitud más cercana a la izquierda, si con esta clasificación asumimos una posición crítica al «establishment». Sin embargo, este nuevo fenómeno ha sido capitalizado realmente por tendencias políticas de derecha. Teniendo en cuenta el carácter endeble de la clasificación en derecha o izquierda en el mundo contemporáneo, sería mejor centrarse en la particular forma de articular juicios y de procesar la información que ha florecido al amparo de este tipo de teorías. Aunque es importante señalar que esta nueva tendencia sea decisiva en la conformación ideológica del mundo después de la crisis del Covid, teniendo en cuenta su importancia para la asentada dicotomía entre globalismo y nacionalismo en la política contemporánea.
El individuo, como átomo, ha encontrado en su rechazo ante toda verdad oficial, la única alternativa de retornar al cuerpo social fracturado por la estructura económica. Es una ilusión, puesto que la forma en que está construido el mundo sigue favoreciendo el individualismo, pero funciona como un aliciente. Además, el individualismo queda reforzado en la forma en que se estructura la teoría.
El 2020 ha sido la entrada majestuosa de las teorías conspirativas en el escenario político mundial. Ya habían tenido un preludio en el 2016, cuando ayudaron de manera notable a formar un estado de opinión a favor del candidato republicano Donald Trump en las elecciones norteamericanas. Esta forma de pensar la política era distintiva de los grupos que apoyaban este candidato. La estrategia de campaña de Trump utilizó esos medios, sabiendo, como señala Peters que «este grupo es menos educado, más abierto a las teorías de la conspiración, y menos propenso a cambiar sus creencias profundamente arraigadas» (Peters, 2018).
El conflicto en esta década que termina, en el que se insertan políticos como Trump, se ha planteado, al final, entre dos tendencias diferentes a las del siglo XX, globalismo contra nacionalismo. Y las conspiraciones, por el carácter mismo de su nacimiento y expansión, no pueden sino ser antiglobalistas. La ONU y todos los organismos internacionales fueron vistos como cómplices de las campañas bélicas que comenzaron con el siglo y que de manera más menos o aparatosa se siguieron repitiendo en la segunda década en Siria y Libia. Cuanto delirio asociado a George Soros o a Bill Gates debe tener un alcance internacional, puesto que son los organismos trasnacionales, así como el carácter multinacional del capital financiero imperante, los que son identificados como principales agentes de estas conspiraciones.
¿Qué consecuencias puede tener esto para la ciencia? Los científicos, en tanto especialistas en cada ramo particular no se han visto afectados por este fenómeno todavía. Podríamos decir incluso que ha ido creciendo en los márgenes de los discursos más publicitados, y que la atención que se les ha brindado ha sido mínima. En la medida que las ciencias han permanecido atadas a las ramas directamente productivas de la economía, poco le podía afectar la opinión de un grupo de personas ajenas en el Internet.
Sin embargo, esto no ha sido más que un error lamentable. El sistema político que rige los estados modernos, sobre todo en occidente, remite a la decisión individual, manifestada por medio del voto en las urnas. Y la proliferación de las teorías de la conspiración tarde o temprano iban a hacerse un espacio en la política, puesto que generalmente pululaban en espacios de ciudadanos inconformes con procesos políticos vigentes.
El choque con la verdad científica, y en buena medida, como el régimen de verdad que la sustenta, no se iba a aplazar más. Los científicos han sido señalados como parte del establishment desde un comienzo por las teorías conspirativas. El carácter contra hegemónico de estas ha ido dirigido tanto a los poderes fácticos, como al poder de las ciencias para decretar verdades. Por lo tanto, todo error de los poderes políticos es adjudicado, de manera inmediata a la comunidad científica internacional, que provee la coartada para las elites gobernantes, y actúa como agente legitimador del poder. Este proceso, coadyuvado por la emergencia del fenómeno de las manipulaciones, fake news y la avalancha informativa motivada políticamente, no ha sido sino la preparación de la tormenta perfecta.
Sin embargo, nadie contó con la posibilidad de una pandemia. La posibilidad de que una enfermedad se generalizara de la manera que el Covid lo ha hecho, propiciado por el elevado grado de interconexiones en el mundo contemporáneo, convirtió a la conciencia formada en las conspiraciones en un actor de primer orden ante la nueva emergencia. Primero el macartismo, en su forma posmoderna, de demonización de China, preparó el camino para la asociación de China a la Organización Mundial de la Salud (OMS). De ahí, el movimiento ha seguido un camino esperpéntico hacia la negación de toda medida propuesta por la OMS, para terminar negando, de manera rotunda, la letalidad del Covid, sus efectos en la salud humana y por supuesto, la efectividad y legalidad del uso de las máscaras.
La respuesta social, hasta el momento, marcada por los alaridos de una minoría enardecida contra el Coronavirus mismo, es un signo tenebroso de una nueva época que se inaugura en la política mundial, y que lejos de ser objeto de burla, ha irrumpido en el tormentoso 2020 para quedarse como un fenómeno digno de observar. Y confinarlo a los Estados Unidos es un error tan grotesco como haberlo ignorado hasta este momento. Si Estados Unidos ha sabido exportar los productos de su industria cultural al resto del mundo, al punto de lograr convertir a muchos de estos en objetos de culto realmente universales, también ha sido capaz de exportar, por medio de las redes sociales, la cosmovisión que acompaña a las teorías de la conspiración contemporáneas. Lo que para muchos se manifiesta como negacionismo de la ciencia, en otras latitudes puede cobrar otra forma, y en el fondo, tener los mismos móviles que la teoría original.
Qanon, en particular, la notable conspiración que apunta a una red del Deep State, es el último grado que ha alcanzado este notable fenómeno. Las redes sociales, partiendo de informaciones distribuidas en 4Chan, se han inundado desde el comienzo de la cuarentena con información relativa a la implicación de diferentes actores económicos en la creación y la dispersión del virus. No solo ha sido ignorado todo el registro de sucesos reales ocurridos desde el comienzo de la pandemia, ni la información científica que ha ido apareciendo al avanzar el año, sino que se ha supuesto que el contagio, en un virus que se transporta por el aire, ha ocurrido de manera mágica controlada por la élite. El aumento significativo de la membresía de estos grupos en Facebook se ha convertido en una de las muestras principales de su expansión (Paredes).
Esta élite, por supuesto, es la versión definitiva de todas las conspiraciones relativas al Nuevo Orden Mundial puestas artificialmente en una supuesta teoría general que explicaría, cual paradigma científico, los movimientos calculados de todos los gobiernos, y por supuesto, la premeditación de todo cuanto ocurre. La difusión de este tipo de informaciones, que oscilaron entre la negación plena de la existencia del Covid 19 hasta la minimización de los riesgos, ha puesto de manifiesto enfermedades morales en el seno de las sociedades, pero, ante todo, revela el nivel de falso escepticismo y el profundo arraigo de la mentalidad paranoica en la población de distintos países.
Aunque Qanon insiste en la existencia de grupos ocultos y mistéricos que controlan la sociedad, es notable como casi todos los tópicos que en esta se hacen relevantes, no son más que desdoblamientos fantásticos de fenómenos políticos reales. La existencia del Club Bilderberg y su importancia relativa en los designios del orden económico imperante, explotado por parte del periodismo, así como el funcionamiento real de círculos de poder internacionales que son protagonistas en muchos eventos geopolíticos relevantes, son el hecho real, palpable e histórico, que refleja la forma en que se organiza parte del poder trasnacional en la era de la globalización neoliberal. Sin embargo, es el elemento fantástico del esoterismo y la magia sacrificial, la que parece atraer realmente al público de Qanon, no la crítica económica de las condiciones que hacen posibles la emergencia de este tipo de cabildeos políticos.
El fenómeno de las redes de tráfico infantil para la explotación sexual ocupa en la imaginación paranoica, a la altura del 2020, un papel crucial en todo el entramado de problemas que aquejan al mundo desde esta perspectiva. No obstante, la existencia real y constatable del tráfico de niños en partes del tercer mundo, posibilitado por la desestabilización y destrucción de gobiernos por parte de la OTAN o por conflictos regionales no ha despertado la imaginación de buena parte del público hasta ahora. Es la conjunción de este fenómeno dentro del marco general de la conspiración lo que ha convertido al tráfico infantil, de repente, en un tema relevante.
La manifestación política de esta conspiración apunta a apoyar, en apariencia, a Donald Trump. A fin de cuentas, medios afines al presidente estadounidense, como Fox (Hellinger, 2019, p. 83), son promotores evidentes de este tipo de teorías y han hecho lo posible por extenderlas desde antes de la elección en 2016 del magnate neoyorquino. Sin embargo, al globalizarse, como casi todo fenómeno político, los contornos específicos de este movimiento tienden a desdibujarse, y una vez tome vida propia, tal y como ya parece haber hecho, al unirse a otras conspiraciones, como el movimiento antivacunas, las consecuencias pueden ser incalculables. Aunque algo es seguro, el carácter cúltico y acrítico de este movimiento amenaza la libre circulación de ideas y de manera específica, la producción científica en todo el mundo.
La asimilación de los ilustrados a proyectos conspirativos, masónicos y satánicos abundaron en el siglo XIX (Hofstadter, 1996, p. 11). Las condiciones, los tópicos han cambiado, pero los enemigos, a forma de significante universal, han permanecido, permutando algunas características. Realmente el ambiente conspirativo que hoy predomina ha heredado, en buena medida, el carácter oscurantista de las conspiraciones antimasónicas de antaño. Los judíos, villanos por antonomasia en las conspiraciones modernas, al igual que los masones, jugaban ese rol de conspirador internacional.
Es complicado, al menos por ahora, demostrar la extensión de la manipulación de agencias gubernamentales en el crecimiento exponencial de estos fenómenos. Y este quizás sea un factor determinante en análisis de la extensión y abuso de las teóricas de la conspiración para fines geopolíticos. El recurso común en estados unidos, echarle la culpa a Rusia por la propaganda, no solo parece desacertado, sino que es hipócrita, considerando la forma en que la misma prensa norteamericana, no favorable a Trump, sigue tergiversando la información política sobre el resto del mundo. Aunque este modo en particular, está estrechamente ligado a la forma de divulgar informaciones falsas a raíz del movimiento.
Una de las pocas certezas que podemos comprobar hasta ahora, es que el fenómeno de las conspiraciones ha abandonado la tranquilidad aparente de los sitios virtuales y se ha manifestado como un factor político más a tener en cuenta. Los sistemas educativos de muchos países se aquejan a menudo de la falta de recursos materiales para enfrentar la enseñanza, sin embargo, esta nueva época impone, con carácter urgente, un cambio de perspectiva y la preparación de los niños y jóvenes, principales consumidores de las redes sociales, para discernir sobre el contenido consumido en las redes. Por lo que se impone, a manera global, enfrentar este nuevo problema, ya que, como sugiere Barclay, «es un reto para aquellos de nosotros que viven en la Era Digital desarrollar habilidades para evaluar información, las habilidades para separar la información que es suficientemente creíble para ser útil de aquella que no lo es» (Barclay, 2018, p. 2).
Las conspiraciones que tienen como objeto al Deep State pueden jugar un papel realmente vital en la reconfiguración ideológica que está en ciernes. La deriva totalitaria que tomen los Estados Unidos, o cualquier otro país, que hasta el momento ostentaba de un cierto consenso liberal, tendrá su justificación en la fantasmal lucha contra la pedofilia y el gobierno secreto. Según Jorge Hernández Martínez (2018), «todo, los elementos que pueden asumirse como indicativos de una orientación fascista en ciernes, no se integran en una cosmovisión totalmente coherente, orgánica ni en una práctica política acabada», sin embargo, puede que sea este universo conspirativo, que cada vez se articula más, el que se erija como la narrativa central, o al menos, subyacente a la cosmovisión de futuros movimientos políticos.
Esta tendencia debiera hacerse más relevante, considerando que la globalidad de internet está siendo, irónicamente, el vehículo predilecto de una forma de pensar que tiene como meta acabar con la idea misma de la globalización. La criminalización de las actividades de muchas organizaciones internacionales, como la ONU o la OMS, constituye un elemento notable de la dispersión ideológica del orden internacional establecido después de la segunda guerra mundial, que parece tambalearse ahora, a la luz, quizás, de la emergencia de un nuevo multilateralismo.
Ahora bien, este tipo de localismo, promovido tras la densa cortina de humo de las fantasías de las conspiraciones, puede esconder los intereses de cualquiera de estos actores de primer orden en la política mundial. Más allá de representar una forma de slacktivismo militante, confinado a la reacción y movilización digital, este puede ser el elemento contemporáneo que actualice, de forma progresiva a los viejos nacionalismos. En ese sentido, el fenómeno de las conspiraciones en el 2020 puede constituir el elemento ideológico indispensable, que ayude a encubrir las contradicciones que se han puesto de manifiesto en la política internacional.
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[1] Posiblemente la reacción a la Revolución Francesa sea el auténtico inicio del estilo paranoico de comprensión de la política. Las inveteradas conspiraciones antimasónicas, antijudías y contra los Iluminatis se remontan a ese período.