Herencia y revolución en Marx. Un ensayo de lectura
Recibido: 16/04/2020
Aceptado: 06/05/2020
Juan Pablo Patriglia1*
1* Centro de Investigaciones y Estudios sobre Cultura y Sociedad - CONICET-UNC.
Email: juanppatriglia@gmail.com
ORCID ID: https://orcid.org/0000-0001-8778-9232
Para Citar: Patriglia, J. P. (2020). Herencia y revolución en Marx: Un ensayo de lectura. Dialektika: Revista De Investigación Filosófica Y Teoría Social, 2(4), 57-67. Recuperado a partir de https://journal.dialektika.org/ojs/index.php/logos/article/view/28
Resumen: En el presente ensayo nos proponemos realizar una lectura de la relación entre herencias del pasado y revolución en Karl Marx. Para emprender dicha tarea interesa realizar una lectura crítico-filosófica de El 18 Brumario de Luis Bonaparte, una obra histórica, política, filosófica y hasta literaria, que a través de complejas y minuciosas descripciones pone en evidencia el drama de la historia de Francia (“centro de la política” según Marx) de mediados de siglo XIX, pero también, como intentaremos mostrar, el drama de toda historia, junto con la relación del presente revolucionario y sus herencias, sus espectros del pasado y del porvenir. A partir de esta hipótesis de lectura, nos proponemos poner a dialogar este texto con otros escritos de Marx donde el problema de la relación entre herencia histórica y revolución social se aborda de una manera diferente. En este marco, interesa volver sobre las reflexiones de algunos filósofos contemporáneos que abordan, ya sea de forma explícita, ya sea tangencialmente, este problema en Marx.
Palabras clave: Marx; Herencia; Revolución; Espectros; Historia.
Abstract: In this essay we propose to read the relationship between inheritances of the past and revolution in Karl Marx. To undertake this task, we are going to make a critical-philosophical reading of The 18 Brumaire of Louis Napoleon Bonaparte, a historical, political, philosophical and even literary work, which through complex and meticulous descriptions highlights the drama of French history (“center of politics ”according to Marx) of the mid-nineteenth century, but also, as we will try to show, the drama of all history, together with the relationship of the revolutionary present and its inheritances, its specters of the past and the future. Based on this reading hypothesis, we propose to put this text into dialogue with other writings of Marx where the problem of the relationship between historical inheritance and social revolution is approached in a different way. In this framework, we will return to the reflections of some contemporary philosophers who address, either explicitly or tangentially, this problem in Marx.
Keywords: Marx; Revolution; History; Specters; Inheritances.
Se trata, en este breve ensayo, de volver a Marx o de “hacerlo volver”, de retomar su herencia. Ya decía Derrida en su libro Espectros de Marx (1998) que “una herencia nunca se re-úne, no es nunca una consigo misma. Su presunta unidad, si existe, sólo puede consistir en la inyunción de reafirmar eligiendo” (p. 30). De tal forma que la herencia no es nunca algo dado, sino siempre una tarea. Heredar el espíritu de Marx, entonces, implica no sólo la responsabilidad de conocer su herencia más desgarradora, sino también la de elegir entre sus múltiples espíritus, pues siempre “hay más de uno, debe haber más de uno” (p. 27). Implica una decisión, una operación activa y crítica.
¿Cuál de los espíritus de Marx, entonces, habremos de decidir heredar?, ¿cuál de sus voces escuchar? Nos proponemos estudiar al Marx que asume en toda su complejidad la historia y la lucha de clases, que otorga una importancia tan capital a la ideología y la política como a la producción de la vida material, que piensa en la nueva revolución social como un proceso inmanente de autotransformación permanente, y que bien sabe los espectros, a los que se propone conjurar, no dejarán nunca de acosar a los hombres. Y sobre lo que queremos interrogar a este Marx es, precisamente, sobre el problema de la herencia, de la tensión entre las herencias del pasado –pero también del futuro– y la revolución.
Para realizar tal trabajo de interpretación, hemos elegido como hilo conductor una obra que resulta por demás útil a nuestros objetivos: El 18 Brumario de Luis Bonaparte, escrito por Marx entre 1851 y 1852. En efecto, se puede encontrar en este escrito el tema de la herencia y su relación con la revolución que aquí queremos tratar. Se trata de una obra histórica, política, filosófica y hasta literaria, en fin, inclasificable (de ahí su riqueza), que a través de complejas y minuciosas descripciones pone en evidencia el drama de la historia de Francia (“centro de la política” según Marx) de mediados de siglo XIX, pero también el drama de toda historia, junto con la relación del presente revolucionario y sus herencias, sus espectros del pasado y del porvenir. Veamos.
“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se producen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra vez como farsa.” (Marx, 2003: 15). Esta frase, con la que Marx inicia El 18 Brumario, no deja de sorprender, pues parece ponerse en juego una visión de la historia bastante diferente, hasta cierto punto contradictoria, con la idea de un desarrollo lineal y teleológico de la historia de las sociedades, producto de la determinación mecánica de las fuerzas productivas materiales sobre las relaciones sociales de producción.
Así lo señala Claude Lefort en su ensayo Marx: de una visión de la historia a otra (1990) para quien existen dos esquemas de interpretación de la historia en Marx que tanto se excluyen como se combinan. Sin embargo, más que una conjugación, lo que nosotros vemos e intentaremos mostrar es la existencia de una tensión, de un conflicto irreductible entre “dos visiones de la historia” en el interior del propio pensamiento de Marx. ¿De cuáles visiones de la historia se trata? Dice Lefort: “Por una parte, Marx procura una historia evolutiva; por la otra, una historia repetitiva” (p. 109). Si el 18 Brumario es el escrito que representa ésta última, es El Manifiesto Comunista, escrito por Marx al calor de la revolución europea de 1848, el que representa la primera. En efecto, en El Manifiesto el hilo de la historia siempre se restablece, “la humanidad es una en el tiempo” y “la continuidad del drama no está puesta en duda, a pesar de las pausas o de las regresiones” (Lefort, 1990, p101). Por demás conocidas son estas palabras de Marx:
La historia de todas las sociedades que han existido hasta hoy es la historia de las luchas de clases. Libre y esclavo, patricio y plebeyo, señor y siervo, maestro y oficial, en suma, opresores y oprimidos se encontraban enfrentados en una continua contraposición, llevaban a cabo una lucha ininterrumpida –ora encubierta, ora abierta; una lucha que en cada caso terminaba con una transformación revolucionaria de toda la sociedad (Marx, 2008, p. 25).
Si bien toda la historia es la historia del desarrollo dialéctico de la lucha de clases, sin embargo, nuestra época se distingue de todas las otras; en ella parece estar en juego el desenlace de la historia por la simplificación de los antagonismos sociales, “la entera sociedad se divide cada vez más en (…) dos grandes clases que se enfrentan entre sí: burguesía y proletariado” (p. 26). Por un lado, esta simplificación va a la par con la extensión del modo de producción capitalista a escala mundial, con una comunicación universal y con una interdependencia recíproca de todas las actividades en el seno de una nueva formación social. Por el otro, se acompaña con un nuevo ritmo de la historia –un ritmo acelerado, propio de un modo de producción palpitante arrastrado por la fiebre de la creación y de la destrucción. En el capitalismo las herencias del pasado se caen bajo el choque revolucionario de lo nuevo y la apariencia misma del presente no tiene tiempo de fijarse:
Todas las relaciones fijadas y herrumbradas, con su séquito de representaciones y opiniones ancestralmente veneradas, son disueltas; todas las relaciones recientemente formadas envejecen antes de poder osificarse. Todo lo establecido se evapora, todo lo santo es profanado, y los hombres ven, por fin, obligados a contemplar con una mirada sobria su posición en la vida, sus relaciones recíprocas (p. 29).
En el Marx de El Manifiesto la misma necesidad (en este caso, el desarrollo de la gran industria) hace que la sociedad se simplifique en dos clases sociales opuestas y que la historia se desencadene. Pero no sólo eso, ya que la necesidad hace también que se disipen las brumas místicas que velaban a los hombres su posición social y la naturaleza de sus relaciones. Todas las ilusiones –no sólo religiosas, sino también las ilusiones políticas y mercantiles– se desvanecen ante el desarrollo revolucionario de las fuerzas productivas. La burguesía, en lugar de “la explotación encubierta a través de ilusiones religiosas y políticas, ha colocado la explotación abierta, descarada, directa, sobria” (p. 28). En suma: desarrollo revolucionario de la sociedad, simplificación de los antagonismos sociales, universalización de las relaciones sociales, ritmo acelerado de la historia, ruptura con las herencias del pasado y desaparición de las ilusiones. Todo esto caracteriza la sociedad capitalista y anuncia su inevitable final. Es la visión evolutiva de la historia.
Pero volvamos ahora a nuestro escrito, El 18 Brumario. Unas palabras más adelante de la frase sobre Hegel con la que inicia su escrito, Marx expone lo que va a constituir para muchos el corazón mismo del materialismo histórico: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen bajo su mismo arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas que circunstancias con que se encuentra directamente que existen y que transmite el pasado.” (Marx, 2003, p. 14. El subrayado es nuestro).
De esta forma, Marx afirma, por un lado, que la historia y la misma sociedad son producto de la práctica humana[1], es decir, de la actividad transformadora del mundo y autotransformadora del hombre, eliminando así toda trascendencia –divina o natural– para explicar su génesis y su desarrollo, afirmando una vez más la ruptura del nexo teológico-político. Y, por el otro, sostiene que el hombre siempre es heredero –más aún: que es en tanto heredero–, ya que toda actividad se desenvuelve en el marco de circunstancias previas, legadas por el pasado: ciertas fuerzas productivas, ciertas relaciones sociales de propiedad, pero también cierta “tradición histórica” que “oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”:
La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos se disponen precisamente a revolucionarse y a revolucionar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal (p. 15).
Según Lefort, cuya vocación ha sido descifrar por fuera de los discursos tradicionales lo “nuevo” de la modernidad política, cuando Marx habla de la disposición a “revolucionarse y a revolucionar las cosas”, los ejemplos que utiliza prueban que está pensando en los hombres, particularmente la burguesía, de la época moderna. Estos son, como todos los hombres, herederos de un pasado, pero también creadores de algo inauditamente nuevo en la historia: el capitalismo como forma revolucionaria de producción junto con una forma de “organización política”, la democracia, que no sólo rompe con el antiguo nexo teológico-político del Antiguo Régimen, sino que instaura una nueva forma de sociedad donde el lugar del poder se encuentra vacío. Sin embargo, si bien la burguesía se confronta con lo nuevo, no puede concebirlo. En el momento mismo en que se implican en un devenir creador, que los obliga a tareas inauditas, evocan a los muertos, disfrazan el presente en el pasado, se visten como romanos.
Aquí es preciso, a riesgo de extendernos un poco, establecer una diferencia. Pues si en un primer momento –hablamos de la revolución de 1789-1814 según el corte histórico de Marx– estas herencias del pasado les servían a la burguesía como ilusiones “para ocultarse a sí mismos las limitaciones burguesas de su contenido y mantener su pasión a la altura de la gran tragedia histórica”, para cumplir la “misión de su tiempo: librar de las cadenas a la sociedad burguesa moderna e instaurarla”; en 1848-1851, por el contrario, son las herencias, son los espectros del pasado los que dominan a los hombres y ponen freno a cualquier transformación revolucionaria de la sociedad. Peor aún: a cualquier transformación:
En aquellas revoluciones, la resurrección de los muertos servía, pues, para glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder en la realidad a su cumplimiento, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar su espectro. En 1848-1851, no hizo más que dar vueltas el espectro de la antigua revolución (…). Todo un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por medio de una revolución, se encuentra de pronto retrotraído a una época fenecida, y para que no pueda haber engaño sobre la recaída, hacen aparecer las viejas fechas, el viejo calendario, los viejos nombres, los viejos edictos (…). La nación se parece a aquel loco de Bedlam que creía vivir en tiempo de los viejos faraones… (Marx, 2003, pp. 16-17).
Ya lo afirma Lefort: resulta difícil aquí distinguir lo que pertenece al orden real del orden de la fantasmagoría. En efecto, cuando nos enfrentamos a El 18 Brumario no sólo estamos en presencia de una forma radicalmente opuesta de entender la Historia a la de El Manifiesto sino también de entender el papel mismo de lo ideológico. Si en este último escrito el desarrollo del capitalismo parece abrir un acceso al fundamento material de la vida social, desvanecer las brumas místicas que velaban su acceso, ahora éstas aparecen con toda su fuerza, encontrándose al mismo nivel que las fuerzas materiales en la determinación de la historia, ya que constituyen el principio mismo de unidad del orden social. Produciendo una apariencia de universalidad ahí donde existe lo particular, disfrazando el presente en las figuras del pasado, la ideología lleva a la petrificación de lo social. Es, en palabras de Lefort, el enorme “poder de lo imaginario” que Marx descubre allí en el origen mismo de la sociedad burguesa.
Ahora bien, este peso tan importante de la ideología en la dinámica social se encadena con otro aspecto que produce otra ruptura entre El 18 Brumario y la visión de El Manifiesto: la complicación y no la simplificación de los antagonismos sociales. En efecto, ¿qué observa Marx en la Francia de mediados del siglo XIX?, ¿un simple antagonismo entre dos clases económicamente determinadas? Más bien, una pluralidad de clases sociales cuya constitución se encuentra abierta y en constante redefinición. Dejemos aquí a Lefort tomar la palabra:
¿Qué son las clases? O bien, clase en devenir, que la inmadurez condena a la impotencia: tal es el proletariado; o bien clase opuesta a sí misma, reunida intermitentemente bajo el efecto del miedo a su adversario, pero huyendo ante la imagen de su identidad: tal es la burguesía; o bien, clase intermedia en el seno de la cual se “embotan los intereses de las clases opuestas”, tal es la pequeña burguesía; o bien clase no-clase “simple adición de magnitudes del mismo nombre” formando una clase “de la misma manera que un saco lleno de patatas forma un saco de patatas”, o bien aún, clase-desperdicio, clase-desecho, el lumpen proletariat. Este esquema no da incluso pleno derecho a la complejidad (Lefort, 1990, p. 124).
Como no se trata aquí de seguir minuciosamente el análisis de Marx, nos interesa señalar la importancia de la ideología –como dispositivo que juega con las herencias, con los espectros y fantasmas del pasado– en la constitución de las clases y el desarrollo –repetitivo– de la historia. Como señala Lefort, “no es la lógica de los intereses económicos en la que se apoya el encadenamiento de los sucesos, es más bien la lógica de su desconocimiento”, los intereses económicos de clase “se revelan impresos en una estructura social cuya división sustrae a cada actor su forma y su dinámica”. Es por ello que al final el poder bonapartista aparece como un producto imaginario, producto de mitos conjugados, “producto de una sociedad que no puede afrontar el problema de su unidad, o mejor, de su identidad, sino sobre el modo de la ilusión.” (p. 126). Luis Bonaparte III, el sobrino de Napoleón I utiliza la máscara de éste para despertar viejos sentimientos –sobre todo entre el campesinado– y nuevas esperanzas de unidad y de orden en Francia. Se trata de un paradójico personaje que Marx no dejará de ironizar y describir críticamente, mostrando una vez más por qué ha sido designado como uno de los grandes maestros de la sospecha[2].
En resumidas cuentas, si leemos El 18 Brumario vemos a un Marx que tiene ante sus ojos una realidad y una historia que intenta aprehender pero que pone constantemente en cuestión sus categorías conceptuales, que lo llama a reelaborarlas incesantemente, que no le permite en ningún momento cerrar su pensamiento. Como señala Balibar (2006), Marx “nunca tuvo tiempo de construir una doctrina porque la rectificación iba más rápido” (p. 129); perspectiva que tiene implicancias muy importantes a la hora de cómo entender la obra de Marx, particularmente su obra principal, El Capital, tal como lo ha señalado repetidamente José María Aricó, uno de los más importantes marxistas latinoamericanos del último tiempo. (Aricó, 2011, p. 49).
Cuando Marx observa la historia de Francia de mediados de siglo XIX, más que con una historia revolucionaria se enfrenta a una “historia sin acontecimientos”; más que a un proceso evolutivo marcado por el desarrollo de las fuerzas productivas se encuentra con “un proceso cuya única fuerza parece ser el calendario, fatigoso por la sempiterna repetición de tensiones y relajamientos”; más que con la síntesis dialéctica de los antagonismos sociales observa “antagonismos que sólo parecen exaltarse periódicamente para embotarse y decaer, sin poder resolverse”. Se trata de un pasaje de la historia que se encuentra “pintado gris sobre fondo gris”, donde hombres y acontecimientos parecen “sombras que han perdido sus cuerpos” (Marx, 2003, pp. 42-43).
LAS REVOLUCIONES BURGUESAS Y LA NUEVA REVOLUCIÓN SOCIAL
La historia, entonces, no evoluciona, no tiende a un fin –y menos aún, a su fin– sino que se repite; no opera de forma continua, sino de forma discontinua y hasta regresiva. La historia moderna de Francia lo pone en evidencia. Son las herencias del pasado, primero utilizadas políticamente como ilusión para encarar la revolución, la misión histórica de la burguesía, luego emancipadas de ella y vueltas en su contra, las que producen tal “mecanismo de repetición”. De ello Marx extraerá una enseñanza fundamental, que formulará en forma de imperativo:
La revolución del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desborda el contenido; aquí, el contenido desborda la frase (p. 18. El subrayado es nuestro).
Para Marx, la revolución social del siglo XIX –la que introduce la diferencia en el mecanismo de repetición– puede prescindir de toda referencia al pasado ya que su actor histórico no necesita esconder como la burguesía su interés particular bajo el manto del interés universal. No lo necesita precisamente porque al carecer de todo, es portadora del interés universal: su revolución posee un contenido que desborda toda frase, toda forma que intente producir la apariencia de universalidad. Y este actor histórico es el proletariado, la clase obrera industrial. Como dice Lefort (1990) se trata de un “ser extraño que perfecciona el destino de la humanidad, pero destruye toda tradición: heredero sin herencia. ¿Habrá que llamarlo destructor de lo imaginario social o último producto de la imaginación de Marx?” (p. 109).
Sin embargo, hoy es posible reinterpretar esta figura ya no en términos de un sujeto, de un actor social particular, sino de aquella instancia que hace agujero en el sistema de relaciones sociales, que marca la existencia de un sector en ese sistema que forma parte constitutiva de ese ámbito pero que no se cuenta en él, una parte que no es una parte. Así, dice Ranciére (1996) el proletariado es “un operador de litigio, un nombre para contar los incontados, un modo de de subjetivación sobreimpreso a toda realidad de los grupos sociales” (p.103). En otras palabras, el proletariado sería el índice de que simplemente hay un más allá, un exceso inasimilable, irreductible al ámbito reglado del espacio social, que interrumpe la repetibilidad de la historia. En este sentido, como señala Elías Palti (2010) para el marxismo estructuralista el proletariado del que hablaba Marx es al mismo tiempo inmanente y trascendente a ese orden:
En condiciones capitalistas clásicas, en tanto que clase obrera, se integra a dicho ámbito estructural. Pero su inclusión incluye también un exceso que ya no pertenece a ese ámbito, que es indecible en el lenguaje disponible dentro de él. Como mostró Marx, el tipo de injusticia que sufre el obrero (la extracción de plusvalía) no es articulable según las categorías propias al sistema de producción capitalista: en tanto que fuerza de trabajo, el obrero recibe un salario “justo”. Que el obrero sea algo más que fuerza de trabajo constituye la base y, a la vez, aquello que el modo de producción capitalista no puede pensar, aquello cuya revelación resulta destructiva del mismo modo de producción (p. 138).
No obstante, parece ser que el interés de Marx en El 18 Brumario no es tanto delimitar el sujeto de la revolución, cuanto la de captar y prescribir la forma de la nueva revolución social, en contraposición con el estilo de las revoluciones burguesas. Es esta la interpretación que el ensayo de Renato Ribeiro (1998), La última razón de los reyes –en particular el último capítulo centrado en el análisis de El 18 Brumario– intenta llevar adelante. En efecto, según Ribeiro, “el pensamiento de la revolución –para el caso, el de Marx– opera presuponiendo un conservadurismo burgués intrínseco”, “la revolución burguesa siempre produce una restauración, aun cuando parcial, del status quo ante” (p.108). Si echamos un vistazo a la historia de Francia de la primera mitad del siglo XIX vemos cómo la burguesía renuncia a sus ideales políticos por sentirse amenazada por las armas que usó, “su actuación en los años 1848-51 consiste precisamente en abdicar de la política eligiendo la heteronomía: comienza por la renuncia ideológica, asumiendo como suya la monarquía” y ya en esa primera renuncia “está inscripto el recurso a la ultima ratio regis, a la fuerza bruta manejada por el príncipe-presidente en el golpe del 2 de diciembre”(p. 108). Muy distinta es la nueva revolución social. Hay, dice Ribeiro, una diferencia en el “tempo, el ritmo, en el sentido musical” entre las revoluciones burguesas y la nueva revolución social. Basta observar las palabras de Marx para percatarse de ello:
Las revoluciones burguesas, como la del siglo XVIII, avanzan arrolladoramente de éxito en éxito, sus efectos dramáticos se atropellan, los hombres y las cosas parecen iluminados por fuegos de artificio, el éxtasis es el espíritu de cada día; pero estas revoluciones son de corta vida, llegan en seguida a su apogeo y una larga depresión se apodera de la sociedad, antes de haber aprendido a asimilarse serenamente los resultados de su período impetuoso y agresivo. En cambio, las revoluciones proletarias, como las del siglo XIX, se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen muy a menudo en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo desde el principio, (…) retroceden de vez en cuando aterradas ante la infinita prodigiosidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás y las circunstancias mismas gritan: ¡Hic Rhodus, hic salta! ¡Aquí está la rosa, baila aquí! (Marx, 2003, pp. 18-19)
La revolución burguesa tiene para Marx la forma de un torrente que arrasa todo a su paso, donde los acontecimientos son disfrazados y aparecen cargados por una fuerza superior a la conciencia y las acciones humanas. Tal es, como señala Ribeiro, la “construcción” que Michelet hizo de la Revolución Francesa en su libro Historia de la Revolución Francesa – y que muy probablemente Marx tuvo en sus manos –en la cual el pueblo (sujeto de la revolución) aparece como “el vehículo de manifestación” de la fuerza de la naturaleza. La revolución es “el lugar y el momento en que se manifiesta la verdad”, es el momento de comunión entre los hombres donde toda diferencia se borra para dar lugar a la unidad (Ribeiro, 1998, pp. 111). Pero Marx, cuyo pensamiento puede entenderse como un sostenido ajuste de cuentas con la trascendencia en la cual esta se disuelve para dar lugar a una visión de la vida social como producción material y simbólica, no puede dejar de criticar la religiosidad de la Revolución –de, al menos, esta visión micheletiana de la revolución– y de las apariencias que genera en el mismo teatro en que se enfrentan las clases sociales. En realidad, no hay para Marx sujeto político –ni la burguesía, ni el proletariado, ni el “pueblo”– que encarne el verbo, divino o natural.
A diferencia de las revoluciones de “estilo burgués”, la revolución social del siglo XIX no es, no debe ser, un torrente que todo lo arrasa, sino un proceso inmanente de transformación radical del estado de cosas. Proceso inmanente, porque toma como punto de partida la materialidad de las formas de dominación y opresión del presente y atraviesa todas las instituciones de la sociedad civil y la sociedad política. No hay instancia trascendente –divina, o natural como el caso de Michelet– que motorice la revolución; tampoco hay ningún héroe, ni minoría ilustrada, ninguna vanguardia que guíe al pueblo “desde arriba”. Son las clases subalternas las que en su misma lucha deciden los destinos de la revolución, la cual no es una “revolución de corta vida”, sino una “revolución permanente”.
La nueva “revolución social con alma política” –pues se trata para Marx de un “acto político”, pero de un acto en el que se pone en juego la igualdad social– es un proceso crítico y autocrítico. Crítico respecto a las circunstancias en tanto las pone en cuestión y las transforma; autocrítico en tanto aprende de los errores del pasado, pero también en tanto la transformación de las circunstancias trae consigo la transformación del sujeto revolucionario: éste se cambia a sí mismo. Como dice Marx en La ideología alemana, “En la actividad revolucionaria, el cambio de sí mismo coincide con la modificación de las condiciones” (Marx, 2005, p. 36). ¿Significa esta crítica de las circunstancias el rechazo completo de toda herencia del pasado? Es cierto que para Marx la nueva revolución social debe sacar su poesía del porvenir, pero en ningún momento habla del rechazo de toda herencia, sino del rechazo a toda “veneración supersticiosa por el pasado”, abriendo a su vez la posibilidad de un uso crítico de algunas de ellas.
Pues bien, entre las herencias que Marx en este texto rechaza se encuentra el uso de las armas, el uso de la fuerza bruta, como forma característica de la revolución. De hecho, señala Ribeiro (1998), “en ningún lugar del 18 Brumario Marx propone una revolución armada” (Ribeiro, p. 134). De la revolución de febrero dice que se trató de un golpe, cuya importancia fue sobreestimada. Apenas menciona la revolución proletaria de junio de 1848 y en Las luchas de clases en Francia la presenta como un equívoco: “el proletariado de París fue obligado por la burguesía a hacer la insurrección de junio. Ya en esto iba implícita su condena al fracaso”. Asimismo, ridiculiza los intentos de la Montaña para llevar al pueblo a las calles. Y “cuando Luis Bonaparte ejecuta su golpe, Marx se burla de los diputados que habían privado al pueblo del derecho de voto y ahora lo quieren convencer de batirse en las barricadas” (pp. 134-135).
Así, podríamos decir que la “nueva revolución social” para este Marx puede dejar de lado el recurso a las armas, que no le es consustancial, que incluso en las nuevas circunstancias tiende a perjudicarla. Pero, como dice Ribeiro, “no puede, en cambio, renegar de la posibilidad, y en ciertos casos de la necesidad, de un corte radical con la legalidad constitucional vigente”. Si decimos que la revolución hace uso de la violencia, hablamos no del uso de la fuerza bruta, sino “de métodos que no reduzcan a lo que permiten las instituciones vigentes, y que –sobre todo- no sirvan para reproducirlas; más: que hagan cesar su reproducción y así, generen lo nuevo” (Ribeiro, 1998, p. 136).
Entonces, para concluir con este punto, podemos decir que si desde la dialéctica de Marx –más precisamente, desde la dialéctica diádica, no dialéctica, la que no supone una síntesis de las oposiciones sino su tensión irreductible– las instituciones tienen un potencial para reponerse y al mismo tiempo para cooperar en su supresión, la lucha revolucionaria consiste en acentuar decisivamente esta segunda potencialidad, y en intentar echar por tierra con la primera, reemplazando las viejas instituciones por instituciones que cristalicen los nuevos logros emancipatorios y las conquistas de derechos. Y para ello debe “disponer de tiempo, de circulación de ideas, de todo lo que la democracia instituyó” (Ribeiro, 1998, p. 137), pero también de todo lo que instituyó la democracia: la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. En efecto, si bien la interpretación más corriente de la visión de Marx sobre los Derechos del Hombre se toma esencialmente de su escrito juvenil Sobre la cuestión judía –donde éstos aparecen como el instrumento ideológico de la burguesía para dar forma a la disociación de los individuos en seno de la sociedad y a una separación entre esta sociedad atomizada y la comunidad política que sea funcional a sus intereses–es posible arriesgar otra interpretación. Esto es precisamente lo que intentará hacer Balibar (1990) al poner en evidencia, a partir de textos tardíos como los Grundisse y El capital, como los derechos del hombre aparecen en Marx maduro “a la vez como el lenguaje con que se enmascara la explotación y el lenguaje en que se expresa la lucha de clases de los explotados: así, pues, más que de una verdad o una ilusión, se trata de una apuesta” (p. 84).
ESPECTROS DEL PASADO, ESPECTROS DEL FUTURO
Si bien ya hemos hablado bastante de las herencias del pasado y su relación con la revolución en el pensamiento del Marx trágico de El 18 Brumario, nos queda aún por abordar la dimensión política no instrumental, la dimensión ética-política que está en juego cuando nos enfrentamos a las herencias y los espectros del pasado, pero también del porvenir. Y es esta dimensión de “Justicia” irreductible a cualquier uso político, de responsabilidad para con las herencias, los muertos y todavía no vivos, los espectros del pasado y del futuro, la que Derrida, en su obra Espectros de Marx (1998) intentará poner de manifiesto. Ya lo señala al comienzo de su escrito:
Si me dispongo a hablar extensamente de fantasmas, de herencia y de generaciones, de generaciones de fantasmas, es decir, de ciertos otros que no están presentes, ni presentemente vivos, ni entre nosotros ni en nosotros ni fuera de nosotros, es en nombre de la justicia. (…) Hay que hablar del fantasma, incluso al fantasma y con él, desde el momento en que ninguna ética, ninguna política, revolucionaria o no, parece posible, ni pensable, ni justa, si no reconoce como su principio el respeto por esos otros que no son ya o por esos otros que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han muerto ya, como si todavía no han nacido (pp.11-12).
Hay que hablar al y con el fantasma, y, sobre todo, con el fantasma mismo de Marx: es esto lo que nos exige con urgencia la indeconstruible justicia[3] y en lo que consiste el trabajo de Derrida. Un trabajo que implica la responsabilidad (de esto ya dijimos algo al comienzo del trabajo) de asumir no sólo la herencia más desgarradora de su pensamiento, sino también, y sobre todo, de elegir entre sus múltiples espíritus.
Hay que asumir –observa Derrida– lo más “vivo” de Marx, es decir, “aquello de él que no ha dejado de poner sobre el tapete la cuestión de la vida, del espíritu o de lo espectral” y “hay que reafirmar esta herencia transformándola tan radicalmente como sea necesario” (p. 67). En efecto, Derrida opondrá a la “ontología marxista”, una hauntologie propia de un Marx shakespereano que (como vimos) cree en los espectros y fantasmas habitando el mundo de los vivos y de la materia, sea en la forma de las sombras del imperio romano o de la Revolución Francesa o, en general, de las generaciones muertas oprimiendo o avivando el cerebro de los vivos, sea también en la del “fantasmagórico” valor de cambio de las mercancías del primer capítulo de El Capital (sobre lo cual no tenemos tiempo aquí de detenernos). Y para ello, nos dice, hay que pensar y deconstruir críticamente la ontología de ese Marx que, horrorizado por los fantasmas que él mismo había descubierto, se propone conjurar esos fantasmas, afirmar que ellos no son, no debían ser, “reales”.
Sin lugar a duda, es El 18 Brumario uno de los lugares donde lo más “vivo” de Marx se encuentra en toda su expresión y tensión: tiene lugar aquí toda una “espectropolítica y una genealogía de los fantasmas”, pero a su vez “Marx no deja, ahí, de conjurar y de exorcizar” (p. 124). Ya vimos que Marx reconoce el peso de las herencias y de los espectros del pasado; más aún, que reconoce que, si los hombres son, si existen, sólo es en tanto herederos. Sin embargo, lo hace para acto seguido indicar el carácter trágico de esa situación: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Y es que los espectros del pasado, podemos decir siguiendo en este punto al Benjamin de las Tesis sobre filosofía de la historia tienen una angustiante capacidad para desestabilizar nuestras formas de ser y de pensar, de (re)aparecer constantemente y reclamar justicia:
El pasado trae consigo un índice secreto que lo remite a la redención. ¿No nos sobrevuela algo del aire respirado antaño por los difuntos? (…) Existe un acuerdo tácito entre las generaciones pasados y la nuestra. Nos han aguardado en la tierra. Se nos concedió, como a cada generación precedente, una débil fuerza mesiánica sobre la cual el pasado hace valer una pretensión (Benjamin, 2012, p. 55).
Pero tienen esa capacidad los que todavía “no están”, es decir, los que todavía no nacieron, y apenas se anuncian, en el presente, como una posibilidad futura. Es por esto por lo que el presente, habitado y atravesado por los espectros del pasado y del futuro, nunca es contemporáneo consigo mismo, no posee ninguna homogeneidad ni unidad; por el contrario, está abierto tanto hacia el pasado como hacia el futuro, y tiene responsabilidades en relación con ambos. El presente está trastornado, contaminado, dislocado, desajustado, en fin, “out of joint”, como señala en una genial remisión al Hamlet de Shakespeare el mismo Derrida.
Pero volvamos a Marx. ¿En qué espectros está pensando, en el 18 Brumario, cuando los caracteriza como una opresión sobre el cerebro de los vivos? Marx está pensando, ya lo dijimos antes, en los espectros a los que llamó la burguesía –y que ahora no hacen más que oprimirla– para cumplir su misión histórica: la revolución francesa. Espectros que, dice Derrida, Marx quiere conjurar con su ontología materialista, con su ontología dialéctica y tranquilizadora del “ser” como presencia que opone la realidad material, efectiva, la de la producción económica y la lucha de clases, a la idealidad espiritual, que queda relegada al ámbito del no-ser.
Pero desde ya que tal conjuro le resulta por demás complicado. Pues, ¿dónde situar al espectro en ese esquema materialista? El espectro parece ser una “cosa” difícil de nombrar: “ni alma ni cuerpo, y una y otro”, “no se sabe si precisamente es, si existe, si responde a algún nombre y corresponde a alguna esencia”, “no se sabe si está vivo o muerto” (Derrida, 1998, p. 20). Sucede que el espectro huye de la dicotomía hamletiana de “Ser o no ser”, el espectro puede ser y no ser al mismo tiempo.
Podríamos decir que Marx es consciente de este problema, que es por esto que prescribe para la “revolución social del siglo XIX” no escuchar y tomar su poesía de los espectros del pasado, sino a los espectros del porvenir. Pero es a un espectro en particular, un espectro que de alguna manera excede a todos los demás, un espectro al mismo tiempo del pasado (que no se realizó) y del futuro, en el que está pensado Marx. Es el fantasma del comunismo. Y no es menor que tal fantasma aparezca por primera vez en uno de los más importantes “manifiestos” de la historia:
Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Contra este fantasma se han conjurado en una santa jauría, todas las potencias de la vieja Europa, el papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes (…) ya es hora de que los comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo entero sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de esa leyenda del fantasma comunista, con un manifiesto de su partido (Marx, 2008, pp. 6-7).
En efecto, es el fantasma del comunismo –el fantasma de una “sociedad Justa”, sin oprimidos ni explotados, donde los hombres y mujeres toman en sus manos los medios de producción material y simbólica, donde se da finalmente una “apropiación real de la esencia humana por el hombre y para el hombre”, como dice en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844– al que las potencias de Europa temen e intentan en santa alianza conjurar y del que la revolución social del siglo XIX debe sacar su “poesía revolucionaria”. Sin embargo, Marx, o más precisamente, cierto Marx, quiere superar la frontera entre el espectro comunista y su efectividad, para lo cual se propone conjurarlo, en primer lugar, “con un manifiesto de su partido”. Ya sabemos las consecuencias trágicas que ha traído tal intento de conjuración, tal tratamiento “ontológico” de la espectralidad del comunismo, tal intento de realización de la “promesa comunista”. No obstante, tampoco podemos dejar de lado el carácter único de esta promesa, del que somos, lo queramos o no, eternos herederos. En palabras de Derrida:
La forma de esta promesa o de este proyecto resulta absolutamente única. (…) Se piense del trauma que en la memoria del hombre puede seguirse de ello, esta tentativa única ha tenido lugar. Aunque no se haya mantenido, al menos en la forma de su enunciación, aunque se haya precipitado hacia el presente de un contenido ontológico, una promesa mesiánica de un tipo nuevo habrá dejado impresa en la historia una marca inaugural y única. Y, lo queramos o no, por escasa conciencia que tengamos de ello, no podemos no ser sus herederos (pp. 106-107. El subrayado es nuestro).
La cuestión, tanto ética como política, es entonces qué hacemos con esta herencia. Sin lugar a duda, que es necesario un trabajo de duelo, una política de la memoria respecto a las tragedias que la promesa comunista ha traído consigo. Pero también se hace necesario, hoy más que nunca, no renunciar a ella, para lo cual –ahora sabemos– hay que mantener el espectro del comunismo como espectro –al igual que la justicia, como imposible pero a la vez necesario–; mantener su “idea” como acontecimiento que ordena hacer que venga aquello que se sabe no se presentará jamás –y no debe hacerlo– en la forma de la presencia plena (la sociedad comunista); “como apertura de ese hiato entre una promesa infinita”, la promesa comunista, “y las formas determinadas, necesarias pero necesariamente inadecuadas de lo que debe medirse por esta promesa” (Derrida, 1998, p. 79). En fin, esta es también la herencia de Marx que no podemos dejar de tener en cuenta y de retomar, es decir, no sólo el espíritu crítico hacia las formas de explotación y dominación del capitalismo sino también, y sobre todo, lo que en el fondo lo anima y que solo puede hacerse presente a través de la promesa: el espectro comunista.
A modo de conclusión
Como hemos intentado demostrar, hay en Marx una tensión entre dos concepciones sobre la relación herencia/revolución. Por un lado, encontramos en Marx una concepción según la cual las herencias y espectros del pasado son superados por el movimiento dialéctico de lo económico, es decir, por la contradicción simple entre las fuerzas productivas materiales y las relaciones de producción, contradicción que hace de la revolución un destino ineluctable. Por otro lado, una concepción según la cual las tradiciones, la instituciones, la cultura heredada se constituyen como obstáculo de la revolución.
Ahora bien, hay un concepto que tal vez nos permita comprender esta tensión de Marx: el concepto de lo trágico. En su libro Política y tragedia (2003), Rinessi nos dice que en Hamlet de Shakespeare, la tragedia no es sólo la tragedia de la historia narrada en la pieza (por su desenlace) sino que también es la tragedia del mismo Hamlet, en cuya subjetividad anida un conflicto de valores por los cuales, mal que le pese, debe elegir. Se trata de una lucha interna (“Sir, in my hearth there was a kind of fighting” le dice Hamlet a Horacio) entre los deberes de la vieja moral del honor que impulsa a Hamlet a obedecer el mandato criminal del espectro de su padre, y los imperativos de una moral distinta y contraria, que le dice que si diera cumplimiento a ese mandato no haría más que convertirse en un eslabón más en la cadena de reyes-asesinos que desprecia.
Podríamos decir que en Marx hay también un conflicto irresoluble que hace de su pensamiento un pensamiento inevitablemente trágico. Por un lado, Marx se ve impelido a afirmar la necesidad de la revolución, por otro lado, no puede dejar de analizar sus límites, sus complejidades, sus imposibilidades. Desde nuestra lectura, esta última perspectiva se va a abrir en Marx a raíz de la derrota de la revolución de 1848 (recordemos que es al calor de esta revolución que escribe el Manifiesto). Es a partir de esta derrota, que va a dedicarse a analizar las formas de reproducción global del capitalismo –y que lo llevará a estudiar los procesos de colonización inglesa en la India, China, Irlanda, etc. –sino también el peso de los elementos sobreestructurales –tradición, cultura, religión, política– en la dinámica de los procesos históricos. Así, se abre paso una nueva concepción de la historia, en la cual el peso de las herencias del pasado es tan fuerte como la materialidad de lo económico. Pero se trata de herencias que, y esta es la perspectiva que hemos intentado plantear en el presente artículo, no sólo constituyen limitantes, sino que también pueden ser una inspiración, una potencia productiva para la revolución. Que ellas sirvan para “encender la chispa de la esperanza”: he aquí la tarea fundamental de la crítica filosófica e histórica.
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[1] Como señala Balibar (2006) con su idea de práctica Marx suprime uno de los más antiguos tabúes de la filosofía, desde la Antigüedad griega: la distinción radical de la praxis, la acción “libre” de autotransformación humana, y la poiesis, la fabricación (entendida como acción “necesaria”) de las cosas en el enfrentamiento con la naturaleza: La “tesis revolucionaria” de Marx consiste, precisamente, en que la praxis pasa constantemente a la poiesis y a la inversa. Pues, “Nunca hay libertad efectiva que no sea también una transformación material, que no se inscriba históricamente en la exterioridad, pero jamás, tampoco, hay trabajo que no sea una transformación de sí mismo, como si los hombres pudieran cambiar sus condiciones de existencia y conservaran al mismo tiempo una «esencia» invariante” (p. 47).
[2] Horacio González (2006), hablará de un “tratamiento político” y un “tratamiento estético” de parte Marx, con una cierta influencia de Shakespeare, del personaje de Luis Bonaparte. “De ahí –afirma González– la seducción que este texto continúa ejerciendo, y de ahí también la inconveniencia de volverlo un instrumento de canonización de conceptos políticos. Considerada políticamente, la figura paradójica y mistificadora de Luis Bonaparte III debía ser teóricamente aniquilada por la razón en la Historia sin que nada se aprovechara de ella. Tratada estéticamente, esa misma figura adquiría un tono y consistencia propias: un individuo que se vuelve agente imperfecto de la Historia y conflictúa su conciencia en la contradicción de querer representar a los hombres del presente al mismo tiempo que sabe que debe rendir culto a los recuerdos del pasado en el altar inmemorial de la nación” (p. 67).
[3] Para Derrida la Justicia es aquello imposible –pero al mismo tiempo, paradójicamente necesario– de realizar que desarticula todo ordenamiento social. “Indica ese más allá, inasible, que su Ley presupone, pero que escapa a su ámbito, y la niega como tal” (Palti, 2010, p. 135). Según Elías Palti la marca imborrable de la herencia de Marx de la que habla Derrida, es precisamente la justicia, algo que no se muestra como saber sino como no-saber, como una presencia espectral indefinida e indefinible: en fin, como la “Verdad del marxismo” que “hace agujero” en el espacio reglado de la situación estructural.